viernes, 29 de octubre de 2010

Tom Doniphon (John Wayne, El hombre que mató a Liberty Valance)

“Hablas demasiado. Piensas demasiado. Además, tú no mataste a Liberty Valance” (Tom Doniphon a Ransom Stoddard)

"Además, tú no mataste a Liberty Valance. Haz memoria".

Mientras el cine exploraba nuevas vías narrativas, interpretativas y tecnológicas en 1962, John Ford decidía recuperar ese año las raíces esenciales del cine clásico con un western en blanco y negro, sobrio y teatral, y un plantel nostálgico que encabezaban dos ilustres veteranos de la pantalla. “El hombre que mató a Liberty Valance” (“The man who shot Liberty Valance”) es, como definió Joseph McBride en su libro “Tras la pista de John Ford”, un espléndido final de la frontera, de la frontera del cine de Ford y del western.
Con esta película, Ford le regaló a John Wayne el que posiblemente sea el personaje más complejo, dramático y sublime de su carrera. Tom Doniphon es, como Liberty Valance (Lee Marvin) y sus secuaces, un hombre del Viejo Oeste que aún se rige por los códigos habituales: las armas, el caballo, las fronteras, el ganado, las incontrolables borracheras, una discusión que acabe a puñetazos... La llegada del abogado Ransom Stoddard (James Stewart) anticipa la imparable civilización (leyes, política, cultura, ferrocarril y una visión más amplia del mundo) para la que este héroe sombrío no va a estar preparado.
La calidad interpretativa de John Wayne se sigue discutiendo hoy en día. Son tantos los prejuicios que se han creado en torno a esta figura esencial del cine que resulta pesado rebatirlos. Sin embargo, bastaría con echar un vistazo a la larga lista de obras maestras en las que ha participado (la mayoría firmadas por John Ford y Howard Hawks) para darse cuenta de que la mediocridad no fue precisamente el defecto de este espléndido actor. Y es que “El Duque” será siempre para determinados estudiosos del cine como uno de esos delanteros de fútbol que siempre son cuestionados aunque metan treinta goles por temporada (que Diego Milito, por cierto, no haya sido nominado para el Balón de Oro de 2010 me viene al pelo en esta comparación).
Wayne poseía un enorme instinto para captar la esencia de los personajes. Ford le pidió que interpretara a Doniphon “con ambigüedad” y, sin entender muy bien a qué se refería, bordó el papel como ya había hecho en “Centauros del desierto” con su magistral Ethan Edwards; a éste le mueve la venganza y el odio, mientras que el hombre que disparó a Valance actúa por amor, respeto y generosidad.
El film arranca varios años después de la acción principal, cuando el senador Stoddard y su esposa acuden a la pequeña localidad de Shinbone para asistir a un funeral. El difunto es alguien muy especial para ambos, pero no lo conocen los periodistas que están sorprendidos por la presencia del político en la ciudad. Un largo flash-back nos explicará la historia de aquel hombre llamado Tom Doniphon.
Esencialmente, se trata de un tipo honesto, enérgico y con un sarcástico sentido del humor. Su objetivo en la vida es casarse con Hallie (Vera Miles) y desde hace tiempo está construyendo una casa para ambos. Le acompaña siempre su fiel Pompey (Woody Strode), ayudante, guardaespaldas y chico para todo. Al ser negro no se le permite beber whisky en ningún local; sin duda, habrá sacado a Tom de muchos apuros. Doniphon comercia con ganado, aunque intuimos que tiene o ha tenido ocupaciones más vinculadas con el revólver.
Él no es estrictamente el héroe de la película. No tiene ninguna intención de eliminar a ese matón peligroso, atracador y asesino que es Liberty Valance. Puede vivir sin preocuparse de él, como si fuera una serpiente de cascabel en el camino. Seguramente, alguna vez habrán tenido algún roce, pero no de la suficiente gravedad como para pegarle un tiro. Tampoco es consciente de que haría un gran servicio a la sociedad si le matara. El más valiente de la historia, en realidad, es el frágil y asustadizo abogado que se ha visto obligado a detenerse en Shinbone para meter en la cárcel a Liberty. A ojos de los demás, esa sí que es una auténtica acción de coraje y agallas. Inútil, por la naturaleza del matón, pero valiente al fin y al cabo.
Tom es tremendamente generoso con Stoddard. Le ha salvado la vida tras la paliza que le ha propinado Valance, le ha conseguido comida y alojamiento, le enseña a disparar, le protege y, sobre todo, renuncia a Hallie para que ella progrese en la vida al lado del abogado. Incluso le animará a proseguir con su carrera política en el momento de mayor abatimiento: “Hallie es tu chica ahora. Vuelve ahí dentro y acepta la nominación. Le enseñaste a leer y a escribir; ¡ahora dale algo sobre lo que leer y sobre lo que escribir!”.

Tom le enseña a Ransom cuál es la ley del Oeste.

Tom renuncia a la felicidad para hacer feliz a la mujer que ama cuando advierte que ella admira a Stoddard. Podría actuar según su código y tal vez matar a ese tipo o permitir que lo haga Liberty Valance, pero su conciencia le conduce al drama de la soledad porque entiende que no puede competir. Para decirlo de una manera poética, mientras Ransom le explica a Hallie qué bellas son las rosas, Tom sólo puede ofrecerle una flor de cactus. Curiosamente, es lo primero que busca ella cuando acuden a su funeral, lo que demuestra, amargamente, que en realidad amaba a Doniphon y hubiese sido más feliz a su lado.
El personaje acaricia la tragedia cuando, tambaleándose borracho, se dirige a la casa que estaba construyendo para Hallie y le prende fuego. Cae al suelo, resignado a morir, y sólo la intervención de su fiel Pompey impide el fatal desenlace. Pese a esta (soberbia y auténtica) escena, Doniphon es un hombre de enorme fortaleza física y mental, amable e incluso divertido, con una fuerte carga irónica cuando habla. La respuesta que le da al periodista Dutton Peabody (Edmond O’Brien) cuando éste no quiere ser elegido compromisario político, es un ejemplo:

- Peabody: ¡Gente de Shinbone! Yo... yo... yo soy vuestra conciencia, yo soy la voz que truena en la noche, soy vuestro perro guardián que os protege de los lobos. Yo... yo soy vuestro padre confesor, yo... ¿qué más soy yo?
- Doniphon: ¿El borracho de la ciudad?

La mirada de John Wayne dice a menudo mucho más que sus palabras. Cuando Valance le pone la zancadilla al “lavaplatos” (Stoddard) y provoca que un bistec caiga al suelo, Tom se levanta de su mesa y se enfrenta al asesino. “¡Ese es mi bistec, Valance! ¡Recógelo!”, le ordena mientras sus manos se preparan para disparar. Ni siquiera el despiadado Liberty es capaz de hacerle frente cuando la ira asoma a sus ojos.

- ¿Estás buscando problemas, Tom?
- ¿Me vas a ayudar a encontrarlos?

Lo más paradójico en las actitudes de Stoddard y Doniphon es que, para conseguir sus propósitos, ambos tendrán que actuar al margen de sus convicciones: el abogado empuña un revólver para imponer la ley, mientras que Tom, además de ayudarle a consolidar la civilización que le va a marginar, oculta a todos que él fue quien mató al temido delincuente. Sin duda, un enorme sacrificio para alguien que presume de ser el más rápido al sur del Picketwire.

Liberty, con Ransom y Tom. A la izquierda, un joven Lee van Cleef.

 El paso del tiempo ha sido espléndido con "El hombre que mató a Liberty Valance". Hoy en día es un referente básico en la historia del cine y una lección más del maestro sobre cómo se narra una historia para que resulte conmovedora, divertida y entrañable sin perder su grandeza épica. El hombre que hacía westerns, como modestamente se presentó en una famosa reunión del Sindicato de Directores, resumió todo su legado en un film que lanza una mirada amarga sobre la nueva América, la que estaba a punto de civilizar al Viejo Oeste. Tom Doniphon era consciente de ese mensaje; me pregunto si John Wayne lo entendió también o sólo lo intuía.

Curiosidades
- Pese a que John Wayne había alcanzado un nivel superior de estrella en Hollywood, jamás rechazó una película de John Ford, a quien consideraba como su segundo padre. En 1961 tuvo que retrasar o paralizar otros proyectos para no desairar a su gran amigo y participar en el rodaje.
- Wayne no se sintió cómodo con el papel. Pensaba erróneamente que el protagonista era James Stewart. “Ford había escogido a Jimmy para el papel de héroe. Tenía a Andy Devine para el humor inteligente. Y a Lee Marvin como el llamativo villano, y, mierda, yo sólo me paseaba por la película” (del libro “Tras la pista de John Ford”, de Joseph McBride).
- El director, que habitualmente solía meterse con Wayne, en esta ocasión se mostró demasiado grosero con el actor durante el rodaje. Tensó tanto la cuerda que la estrella estuvo realmente enojado con Ford, sobre todo cuando se burló de que no había participado en la Segunda Guerra Mundial, algo que ofendía especialmente a Wayne.
- La película está basada en un relato corto de Dorothy Johnson, una escritora muy aficionada a las historias del Viejo Oeste. John Ford le añadió unos cuantos personajes secundarios y alteró de forma notable algunas situaciones. Entre ellas, el inicio del film, en el que el senador Stoddard revela al director del periódico toda la verdad.
- De John Ford es también ese espléndido añadido poético que pronuncia el director del periódico: “Cuando la leyenda se convierte en realidad, se imprime la leyenda”.
- “El hombre que mató a Liberty Valance” está considerada hoy en día como una de las diez mejores películas de la historia del cine, según encuestas del American Film Institute y otros prestigiosos organismos cinematográficos. Es, a su vez, uno de los títulos más emblemáticos entre los aficionados.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Susan Vance (Katherine Hepburn, La fiera de mi niña)

“Reconozco que en los momentos de paz me he sentido atraído por usted, pero lo cierto es que no ha habido paz”.  David Huxley (Cary Grant)

Susan, siempre más libre que David.

Katherine Hepburn está considerada como la mejor actriz de todos los tiempos y no tengo argumentos ni deseos de discutir esa merecida distinción. Existe al menos una docena de grandes películas que lo respaldan y el doble de personajes protagonizados por ella que prácticamente lo confirman. De todos ellos, siento verdadera devoción por Leonor de Aquitania (“El león de invierno”), Tracy Lord (“Historias de Filadelfia”), Amanda Bonner (“La costilla de Adán”), por supuesto Rose Sayer (“La reina de África”) y, especialmente, ese delicioso desastre natural que se llama Susan Vance.
La actriz tenía 31 años cuando afrontó la primera comedia loca (“screwball comedy”) de su carrera. Aunque ya era una estrella gracias a “Gloria de un día”, “Damas de teatro” y “Mujercitas”, los estudios la consideraban “veneno en taquilla”. Y “La fiera de mi niña” (“Bringing up, Baby”, 1938), dirigida por Howard Hawks, no iba a ser una excepción. Posiblemente, el espectador de aquella época ya tenía bastante con los hermanos Marx y no estaba preparado para asimilar semejante desenfreno de comedia con otros intérpretes.

Paula Prentiss con Rock Hudson.
Susan Vance es un personaje irracional pero encantador y ese equilibrio es uno de los que más escuela han creado en el cine. Directamente la imitaron Barbra Streisand (“¿Qué me ocurre, doctor?”) y Paula Prentiss (“Su juego favorito”), casi dos homenajes de Peter Bogdanovich y del propio Hawks, pero la personalidad de Susan la hemos visto reflejada en infinidad de actrices, desde Barbara Stanwyck y Jennifer Jones a Rosanna Arquette y Melanie Griffith.
El argumento de la película podría explicarse así: El profesor David Huxley (Cary Grant) necesita un millón de dólares para su museo de historia natural y tropieza con Susan Vance, la sobrina de la millonaria señora que debería donarle ese dinero. En apenas veinticuatro horas será cómplice del robo de un vehículo, tendrá que comprarle 12 kilos de solomillo a un leopardo, perseguirá de forma incansable a un perro, vestirá un salto de cama femenino, le tomarán por loco hasta los empleados de un circo y hará el ridículo de una manera permanente.
David conoce a Susan en el campo de golf donde ha quedado con Alexander Peabody (George Irving), abogado de la millonaria Carleton Random (May Robson). Le ha quitado su pelota de golf, pero ella no atiende a razones. Tampoco cuando se dispone a marcharse con el vehículo de David.
“Su pelota de golf, su coche... ¿Pero hay algo aquí que no sea suyo?”.
“Por suerte, usted”.
Es evidente que Susan vive a un alto nivel, sin necesidad de trabajar, gracias a las rentas de su tía. No conocemos nada de sus padres ni de su pasado, ni de su éxito con los hombres ni de sus amistades. De su vida privada sólo sabemos que tiene un bonito apartamento y que su hermano Mark está en Brasil. Es una mujer inclasificable e independiente. La vemos en una fiesta sentada en la barra del bar y jugando con el camarero a meter olivas en las copas. Ahí vuelve a encontrarse con David, con humillante resultado para él. “Se le cae una aceituna y yo me siento en mi sombrero, veo que todo encaja”.

David siempre está huyendo de ese desastre natural que es Susan.
 Ella se ha fijado en ese hombre con gafas, torpe y despistado que la regaña siempre y que anda preocupado sólo por la clavícula intercostal del brontosaurio que tiene en el museo. Su mirada nos muestra de repente que acaba de encontrar al hombre de su vida y, pese al rechazo de David, no va a darse por vencida. En la misma fiesta, y tras una breve conversación con el psiquiatra Fritz Lehman (Fritz Feld), le persigue con resultados catastróficos: se equivoca de bolso, le rasga la levita y ella acaba con el vestido roto, enseñando su ropa interior (“¿No pensará que lo hice a propósito?”, es la disculpa que repite). La genial salida que improvisan para que nadie la vea en paños menores es una de las escenas más divertidas del cine.
Susan Vance es un cóctel que de vez en cuando se agita frenéticamente: irreflexiva, absurda, irracional, despreocupada, caprichosa, mentirosa, divertida, imprudente y espontánea. Para David Huxley es un torbellino peligroso. Primero le convence de que el abogado que busca, Peabody (a quien de forma sistemática él siempre da plantón), es amigo suyo y hace todo lo que le pide; luego se le ríe en la cara cuando le cuenta que se va a casar: “¿Y para qué?”, exclama jocosa; al día siguiente le llama por teléfono para preguntarle si quiere un leopardo y, cuando él acude en su ayuda por creer que le está atacando, se mete definitivamente en el lío. “Usted lo ve todo al revés, no he conocido a nadie igual”.
A Susan no le queda más remedio que improvisar para atraerle y así retrasar su boda con la señorita Swallow (Virginia Walker). Se llevan a Baby, el leopardo, a la finca de su tía en Connecticut, y lo que les ocurre es un frenesí continuo. Para ella, sin embargo, no hay nada extraordinario en lo que hace. Parece como si robar un vehículo, chocar contra un camión o arrastrar a un leopardo formaran parte de su cotidiana existencia. “David, no hay quien le entienda, en cuanto se soluciona una cosa empieza a preocuparse por otra”, le reprocha.

Baby, el otro protagonista de la película.

Dispuesta a todo para que no regrese a Nueva York, ordena que laven y planchen su ropa mientras él se ducha. David tiene que salir con una bata femenina, lo que da pie a uno de los diálogos más analizados y polémicos (por los rumores de homosexualidad en torno a Cary Grant) de la época:
“¿Por qué va vestido así?”, le pregunta la tía Elizabeth Random.
“¡Porque de pronto me he hecho gay!”, exclama él en la versión original.


Susan es incansable para meter en líos al que ya considera “el único hombre al que he amado”. A su tía le hace creer que sufre un trastorno psíquico, que se llama David Hueso (Bone en original) y que su ocupación es la caza mayor. El diálogo entre ellas no tiene desperdicio:

- ¿Cómo se llama él?
- David… Hueso.
- ¿Huesos?
- Un hueso.
- Uno o dos huesos sigue siendo ridículo. ¿A qué se dedica?
- Caza.
- ¿Qué caza?
- Animales.
- ¿Caza mayor?
- Enorme.

Durante la cena, a la que acude el comandante Horace Applegate (Charles Ruggles), David sólo se ocupa de vigilar al perro George -que le ha robado su hueso prehistórico- para que no se encuentre con Baby. Susan, mientras tanto, sigue a lo suyo: “El señor Hueso tiene dos médicos; uno le dice que descanse y el otro, que haga deporte”, les explica a su tía y a Applegate para justificar la extraña conducta de David.
Cuando el leopardo se escapa, la trama se complica de una manera vertiginosa. Susan le pedirá a David que hable con el personal del zoo para que atrapen al leopardo, pero cuando se entera de que la mansa fiera es un regalo para su tía, se enfada con él por cumplir lo que le había pedido: “Oh, David, nos has metido en un buen lío”.

David Huxley, al borde de la desesperación.

La persecución del leopardo y del perro transcurre por el bosque de manera delirante. Se caen por un barranco, se hunden en el río, roban un peligroso leopardo creyendo que es Baby… Susan está deliciosa cuando se pone a bailar al perder un tacón y observa con dulzura a David, que ya no lleva gafas. Pero cuando éste le invita a marcharse porque es un estorbo, ella se echa a llorar por primera vez. Juraría, una vez más, que no es más que una de sus tretas para conseguir lo que se propone.

- ¿Quieres que vuelva a casa?
- Sí.
- ¿No quieres que te ayude?
- No.
- ¿Con lo que nos divertimos?
- Sí.
- ¿Con todo lo que he hecho por ti?
- Por eso mismo.

La pareja va a parar a la cárcel, donde el sheriff Elmer (más absurdo si cabe que Susan), acabará encerrando a todos, incluida a la tía Elizabeth. Susan se da cuenta de la estupidez de ese hombre y decide ponerse a su altura para tratar de escapar; así, le hace creer que todos pertenecen a la “banda del leopardo”, imita a la perfección la voz de una delincuente barriobajera (Susie “Cerraduras”) y en un descuido se escapa por la ventana.

“Veo que cojea. ¿Le hirieron en algún golpe?”
“No, he perdido el tacón”

Susan es tan obstinada que acaba atrapando al leopardo peligroso que se había escapado, convencida de que se trata de Baby. No podemos ni imaginar cómo habrá podido hacerlo, pero ahí está ella, satisfecha mientras los demás contemplan aterrados a la fiera. David le ayudará con sangre fría y lo encerrará antes de desmayarse.
Un hombre puede enamorarse de una mujer así, no cabe duda, pero ¿será capaz de convivir con semejante peligro? Mientras trabaja en su brontosaurio, David Huxley se da cuenta de que está enamorado de Susan. No puede evitarlo. Le arruinará el museo, le pondrá en ridículo muchas veces y transformará su apacible y metódica vida en una continua e inesperada pesadilla, pero, puestos a elegir, se lo va a pasar en grande el resto de su vida. Como nosotros desde que se estrenó esta joya de película.

Curiosidades
- “La fiera de mi niña” está considerada hoy en día como la “screwball” del cine por excelencia y una de las mejores películas de todos los tiempos. No obstante, en su día sólo recaudó unos 300.000 dólares, ni siquiera una tercera parte de lo que costó.
- En el guión, firmado por Dudley Nichols, participó Hagar Wilde, la autora de la novela corta en que está basada la película.
- Katherine Hepburn sólo había protagonizado dramas románticos y comedias blandas antes de hacer el papel de Susan. A Hawks le costó trabajo explicarle que no tenía que hacerse la graciosa, sino dejarse llevar por las situaciones. La Hepburn lo entendió perfectamente.
- La actriz estaba atravesando en esos momentos por una delicada situación: por un lado, estaba luchando para conseguir el papel más codiciado del momento, la Escarlata O’Hara de “Lo que el viento se llevó”, para la que existían numerosas candidatas. Además, por Hollywood circulaba una lista de intérpretes “venenosos” para la taquilla y ella estaba incluida, junto a Joan Crawford, Greta Garbo, Marlene Dietrich o Fred Astaire, entre otros. 
- Su relación sentimental con el magnate Howard Hughes le permitió protagonizar a Susan, aunque no consiguió imponer, como pretendía, a Spencer Tracy para el papel de David.
- El rodaje debió ser un divertido caos, ya que Howard Hawks improvisaba a su antojo y cambiaba el guión con mucha frecuencia. Los actores aportaron ideas y diálogos sobre la marcha.
- El perro George se llamaba Skippy y había saltado a la fama en las películas “La cena de los acusados”, “Ella, él y Asta” y “La pícara puritana”, entre otras.
- Katherine Hepburn se encariñó del leopardo durante el rodaje y jugaba con él a todas horas. A la domadora de la película le asombró la facilidad con que la actriz dominaba a los animales.

lunes, 25 de octubre de 2010

Harry Powell (Robert Mitchum, La noche del cazador)

¿Quieres que te cuente la historia de la mano derecha y la mano izquierda? La historia del bien y del mal”

Imagen clásica de Harry Powell: love and hate.

Harry Powell es el predicador, estafador y asesino de “La noche del cazador” (“The night of the hunter”, 1955), la única película que dirigió el actor Charles Laughton. Digamos ya que es un personaje de culto entre muchos aficionados y uno de los más impactantes de la historia del cine. Cuando a alguien se le ocurre elaborar la lista de los mejores villanos de la gran pantalla, Powell (Robert Mitchum) siempre está allí, con las palabras “love” y “hate” (amor y odio) inmortalizadas en sus puños y convertidas en un icono de la cultura cinematográfica.
Para esta obra maestra del cine, Laughton y el guionista James Agee perfilaron el personaje de Powell como si fuera el terrible lobo de los cuentos infantiles: acecha a los niños como un astuto depredador ante dos ovejas asustadas; aullará de rabia cuando se le escapen sus presas, o de dolor, cuando le disparen con una escopeta; y sabe disfrazarse con la piel de cordero para engañar a los adultos mediante su palabrería de falso predicador.
La similitud es más que evidente cuando Powell descubre a los pequeños hermanos en la casa de acogida de la señora Cooper (Lillian Gish): Por la noche vemos al siniestro reverendo sentado en el jardín, esperando un descuido de la valiente mujer, que, escopeta en mano, ha escondido el rebaño (a los niños) y vigila al lobo como si fuera un pastor.
El argumento de la película es similar al de la novela: Antes de ser detenido por el atraco a un banco en el que han muerto dos personas, Ben Harper (Peter Graves) esconde el botín de 10.000 dólares y les hace prometer a sus hijos, John (Billy Chapin) y Pearl (Sally Jane Bruce), que jamás dirán nada a nadie. Condenado a la horca, en la prisión coincide con Harry Powell, un falso predicador y asesino de mujeres que, sin embargo, ha sido detenido sólo por el robo de un vehículo. Cuando sale de la cárcel, su objetivo es encontrar ese dinero. Engaña a la viuda, Willa Harper (Shelley Winters), y trata de engatusar a los dos pequeños. Después de asesinar a la mujer, que descubre sus intenciones, perseguirá a los niños para apoderarse del botín.
Powell es un misógino psicópata que oculta su trastorno mental bajo la apariencia de un pastor de Dios. Ningún indicio nos aclara cuál es la causa de su conducta y, a mi juicio, eso le hace más inquietante todavía. ¿Mata por dinero en realidad? ¿Sufrió algún tipo de revés emocional para odiar tanto a las mujeres?
Nada más iniciarse la película, la música de Walter Schumann y el movimiento de cámara nos retratan al falso predicador. “¿Bueno, qué va a ser ahora, Señor? ¿Otra viuda?¿Cuántas van? ¿Seis o tal vez doce? Tú mandas”, exclama con la vista hacia el cielo. Para no tener remordimientos por sus crímenes, ha llegado al convencimiento de que es Dios directamente quien le encarga eliminar a las mujeres, esos seres impuros y depravados que buscan contaminarle con su atracción sexual. “Hay demasiadas mujeres en el mundo. Tú solo, Señor, no puedes exterminarlas a todas. Deja que te ayude”.

La lucha entre el bien y el mal.

Poco antes de ser detenido por el robo del vehículo, vemos cómo el rostro de Powell se contrae hasta el odio más profundo al contemplar el baile de una mujer semidesnuda en un night-club. El arma con la que comete sus crímenes es un crucifijo-navaja, cuya punta le atraviesa el bolsillo cuando no puede contener la rabia.
En la cárcel escucha a Ben Harper hablar en sueños sobre el botín que ha robado. Además del admirable puñetazo que le suelta el reo a muerte, aquí apreciamos la segunda y más lógica motivación de su existencia, el dinero. Estamos en la época de la Gran Depresión americana y todo el mundo sufre. Powell no tiene propiedades, excepto su vestimenta, su navaja y su vengativa fe.

- ¿Qué religión profesas, reverendo?
- La que el Señor y yo hemos convenido.

La necesidad de proteger a la infancia de la perversidad de los adultos parece una de las lecturas esenciales de esta película. Se aprecia con la siniestra música que acompaña al tren donde viaja Powell, rumbo a la casa de la viuda de Harper. El denso humo negro de la máquina alerta al público sobre la inminente llegada de un ser maléfico. La primera imagen que tienen los dos hermanos del reverendo es, precisamente, su amenazadora sombra proyectada sobre la pared de la habitación.
Al día siguiente, John se encuentra con ese hombre e instintivamente sabe que no se puede fiar de él. Tiene a su hermana en brazos y está seduciendo con su perfecta verborrea a su madre y a los dueños de la tienda, el matrimonio Spoon. Interpreta la Biblia como mejor le conviene y cuando les explica cómo es la lucha del bien y del mal, sus puños se entrelazan y pelean como si estuviera en una clase de párvulos: pero todos, salvo John, se quedan fascinados.
Powell conduce la farsa con maestría. Se ha propuesto entrar en la familia y todas sus acciones y palabras sirven para encandilar a la viuda y a esos habitantes del pueblo que son guardianes de las buenas costumbres y virtudes. A quien no consigue conquistar es al maduro hijo mayor de los Harper; cuando ayuda al niño a ajustarse la corbata, el rostro de Harry Powell parece el de un verdugo a punto de ahorcar a su víctima.
Rechaza a Willa en la noche de bodas con tal convicción que ella se convertirá en una fanática religiosa, una más entre las personas que acuden a los sermones de Powell. Al predicador se le resisten los dos hijos, a quienes presiona en exceso con sus preguntas sobre el dinero. Cuando Willa escucha desde la calle cómo insulta a sus pequeños, Powell decide asesinarla. La mata de forma implacable, sin remordimientos, de manera exageradamente teatral y en una habitación que parece un escenario expresionista de “El gabinete del doctor Caligari” (no es el único homenaje que la película rinde a las tendencias artísticas en la historia del cine).
Es posible que Kirk Douglas o incluso Burt Lancaster hubieran podido estar a la altura de Robert Mitchum en este papel. Pero dudo que alguno de ellos hubiera aportado su altivo porte y su increíble mirada. Por ejemplo, cuando miente a los Spoon y les asegura entre lágrimas que su esposa se ha fugado, levanta la cabeza y vemos unos ojos cargados de cinismo que sólo puede percibir el espectador: “No volverá, creo que eso puedo prometérselo”. Willa se encuentra en el fondo del río, como descubre fascinado el espectador ante las bellísimas imágenes que filmó Laughton.
Powell es un lobo sediento de sangre cuando acomete la persecución de los niños. La forma en que aúlla cuando ellos se escapan en la barca y su grito desgarrador resultan aterradores. A lo largo del camino, él no descansa. Le oímos cantar de forma perversa su tema religioso preferido, “Leaning on the everlasting arms”, mientras recorre la orilla del río a lomos de un caballo.

El lobo feroz espera un descuido del pastor.
Harry reaparece cuando John y Pearl han sido recogidos por Rachel Cooper, una mujer decidida y de buen corazón. El predicador conoce a Ruby, una de las niñas que viven en ese hogar de acogida, que le confirma dónde están los hermanos. La señora Cooper no se deja impresionar ni por la palabrería del reverendo ni por sus fingidas lágrimas y consigue hacerle huir.
Por la noche, consciente del peligro que representa ese hombre, estará alerta como un pastor ante la amenaza de una fiera. Cuando consigue herirle, la policía hará el resto. John no puede soportar que lo tiren al suelo para reducirlo y le coloquen las esposas. Sabe que el lobo no volverá a hacer más daño a nadie, pero no puede evitar pensar que esa fue la última imagen que le queda de su padre.

Curiosidades
- Harry Powers fue un estafador que atrajo a varias viudas mediante anuncios en periódicos con el fin de robarles el dinero y luego matarlas. Fue ahorcado en 1932 tras comprobarse que había asesinado a varias mujeres y niños a lo largo del estado de Virginia. El escritor Davis Grubb tomó como referencia a este individuo real para crear su novela “La noche del cazador” en 1953, que James Agee adaptaría al cine poco después.
- Harry Powell está considerado, por el American Film Institute, como el 29º mejor villano de todos los tiempos. El primero es Hannibal Lecter (Anthony Hopkins). Para el escritor Stephen King, se trata de uno de los más terroríficos personajes de la historia del cine.
- Cuentan que Charles Laughton odiaba cordialmente a los niños y tuvo muchos dificultades para rodar con los dos protagonistas infantiles de la película. Al parecer, Robert Mitchum estaba más pendientes de ellos que el propio director.
- El sorprendente fracaso del film, hoy considerado una de las grandes joyas del cine, decepcionó tanto a Laughton que ya no volvió a dirigir ninguna película.




domingo, 24 de octubre de 2010

Victoria Grant (Julie Andrews, Víctor o Victoria)

"Seas lo que seas, me gustas".
King Marchand: No me importa que seas un hombre.
Victoria: No lo soy, no soy un hombre.
K.M.: Seas lo que seas, me gustas.


Julie Andrews tenía 47 años cuando interpretó el que, a mi juicio, es el mejor papel de su carrera, con todos los respetos a la María de "Sonrisas y lágrimas", a la adorable Millie de "Millie, una chica moderna" e incluso a la severa (y extrañamente antipática) Mary Poppins, de la película del mismo título. Victoria Grant es una mujer auténtica que se disfraza de hombre que aparenta ser mujer. Es tan maravillosa como la película que concibió Blake Edwards a partir -todo hay que decirlo- de un film alemán de 1933 con el mismo título y similar temática.
Siempre me ha parecido que "Víctor o Victoria" ("Victor Victoria", 1982) es uno de los últimos clásicos del cine. Quizá porque es heredera de la época dorada de Hollywood, tanto en estilo narrativo y lenguaje como en calidad de los personajes, escenografía o gusto musical. O tal vez porque la distinción de "clásica" depende de ese momento cinematográfico único que tenemos cada generación, en el que engullimos película tras película con entusiasmo, ávidos de aprender a amar el cine.
Victoria Grant puede ser un personaje del cine clásico, pero su forma de pensar y de actuar está más cerca de nuestra época que la del París de 1934 en que se encuentra. Por convicción, y también porque no se puede permitir el lujo de tener prejuicios, nunca critica ni condena la conducta y la moralidad de los demás. Acepta a Toddy (Robert Preston) como un gran amigo sin preocuparle su condición sexual; se enamora de King Marchand (James Garner) sin preguntas sobre su peligrosa actividad; asume que en su sociedad existen parásitos de clase alta, caseros dispuestos a abusar de ella o dueños de clubes nocturnos hipócritas.
- ¿Puedo hacerte una pregunta?
- Quieres saber si soy homosexual.
- No, quiero saber si eres hipocondriaco.
Ella no es más que una desafortunada soprano que se muere de hambre. Al principio de la película se desmaya en la calle al contemplar a un hombre gordo engullir un pastel; cuando se enfrenta con su casero, pasa los dedos por su servilleta, que lleva restos de espaguetti; a punto de vender su virtud por un plato de comida, finalmente decide darse un banquete en un restaurante. Guarda en su bolso una cucaracha para soltarla dentro de la ensalada, truco que ha ideado para no pagar la cuenta. Toddy le ayuda e inician juntos una gran relación de cariñosa amistad.

Victoria, a punto de desmayarse de hambre.

En el momento en que se olvida de su penosa situación económica, Victoria es alegre, decidida, dulce y comprensiva. Sabe escuchar los problemas de los demás y a la vez se muestra resuelta y valiente: cuando Richard, el amante de Toddy, acude al piso de éste para chulearle de nuevo, ella le suelta un puñetazo y lo expulsa del edificio a patadas. De esa actitud nace la idea de convertir a Victoria en un transformista, el conde polaco Víctor Granzinsky, y llevarlo a las mejores salas de París.
Victoria se deja convencer a regañadientes y cuando André Cassell (John Rhys-Davies) la contrata, inicia un curso acelerado de cómo ser un hombre. Su prueba de fuego será el número musical "Le jazz hot", una joya de Henry Mancini y Leslie Bricusse que provoca una sonrisa de admiración en King Marchand y que a nosotros nos deja boquiabiertos. Julie Andrews está bellísima y su voz nos cautiva.



La química entre la actriz y James Garner funciona desde el primer momento. Hay que advertir que ambos ya habían trabajado juntos en "La americanización de Emily" (1964, Arthur Hiller) y que en la vida real son grandes amigos. King Marchand observa a Víctor de arriba abajo, choca su mano con fuerza para calcular su masculinidad y le mira a los ojos para tratar de escudriñar algún rasgo femenino que confirme sus sospechas.

- Si fueras un hombre te partiría la cara.
- Para probar que es un hombre.
- Ese es un razonamiento de mujer.

Victoria está triunfando como transformista (el divertido número de "The shady dame from Seville" es otro prodigio de la película) y ahora se aloja en una lujosa suite de un hotel. Ante Toddy se muestra como es en realidad, sin convencionalismos: una mujer sincera, que necesita el cariño y el sexo y que se ha fijado en ese apuesto y elegante amigo de gángsters que es King Marchand. Éste, herido en su orgullo al haberse obsesionado por un travestí, sigue empeñado en que Víctor tiene que ser una mujer.

Víctor se dispone a demostrarle a King cómo se fuma un buen puro.

Tras escapar de una pelea en una sala nocturna, él no puede más y besa a Víctor. "Seas lo que seas, me gustas". La escena es insuperable: a un tipo duro y seguro de sí mismo ya no le importa en absoluto si ella es hombre o mujer; le gusta, sin más. La frase dice mucho de la naturalidad, el respeto y el cariño con que Blake Edwards aborda la homosexualidad en esta película.
La relación amorosa que inician es problemática. Ella no quiere renunciar a ser Víctor porque se ha convertido en una estrella; además, encuentra fascinante ser hombre, se siente "emancipada" y quiere vivir al día. De alguna manera, su forma de pensar ya es masculina, aunque su conducta sea femenina: por ejemplo, en el boxeo tiene que vomitar al ver tanta sangre a su alrededor, mientras que en la ópera se echa a llorar desconsoladamente con "Madame Butterfly".
Él, sin embargo, tiene prejuicios porque la gente creerá que es homosexual. Si les apetece bailar deben ir a un local gay, algo que King Marchand ya no soporta: nada más salir a la calle, coge un taxi y se va a un bar de los suburbios en busca de pelea. Necesita reafirmarse como hombre.
Victoria Grant entiende que ha llegado el momento de elegir y opta por mostrarse como mujer. Cuando acorrala en la habitación del hotel a Norma (Leslie Ann Warren), la antigua novia de King, empieza a desnudarse con la actitud y la mirada desafiantes de un hombre: el grito de Norma al descubrir la verdad acaba con la amenaza de los gángsters que han ido a buscarle.
El hermoso y revelador final parece un homenaje a todos los personajes de la película. Toddy se convierte en Víctor y nos hace reír de verdad. Victoria sorprende a su novio vestida de mujer, radiante, espléndida y feliz. Y cuando sus labios siguen parte de la canción que interpreta Toddy, nos provoca un ramalazo de emoción. ¡Qué gran película!

Los personajes
Los grandes directores nunca descuidan a los personajes de sus películas. Blake Edwards, director, productor y guionista de "Víctor o Victoria", se esmeró en los detalles de todos los protagonistas, de manera que cada uno de ellos es fundamental en la trama. Robert Preston (Toddy), Leslie Ann Warren (Norma), Alex Karras (Squash, el guardaespaldas de King) y, por supuesto, James Garner están inconmensurables. No son bocetos, son cuadros perfectos.
La película, además, gana muchos enteros con los protagonistas secundarios. De todos ellos, me quedo con el camarero (Graham Stark) sarcástico y divertido que es víctima del truco de la cucaracha. Acabará trabajando en los locales por donde se mueven Victoria y Toddy, por lo que se pasa toda la película tratando de recordar dónde ha visto esas caras.

jueves, 21 de octubre de 2010

C. R. MacNamara (James Cagney, Uno, dos, tres)

La secretaria Ingeborg contempla a su inclasificable jefe, MacNamara. 

“Comedia es igual a tragedia más tiempo”
. Esta frase, aunque la pronuncia el arrogante Lester (Alan Alda) de “Delitos y faltas” (1989, Woody Allen), es una acertadísima definición. Cuando se estrenó “Uno, dos, tres” (“One, two, three”, 1961), Billy Wilder obtuvo duras críticas por burlarse del drama que millones de alemanes sufrían tras la construcción del Muro de Berlín. No hizo ninguna gracia. Poco importaba que el director hubiera preparado la película sin imaginar que durante el rodaje iba a producirse ese histórico hecho.
En 1989 cayó el Muro y a alguien se le ocurrió la feliz idea de recuperar ese grosero film que tanto había ofendido veintiocho años atrás: Fue todo un éxito en Alemania. Tragedia más tiempo es igual a comedia. Hoy en día, el film de Wilder es una obra maestra para cualquier crítico que se precie. Incluso la prestigiosa Pauline Kael no escribiría hoy lo que publicó en su día: “Como espectadora me sentí humillada y asqueada. Es una película recargada, de mal gusto y ofensiva, una comedia que consigue carcajadas igual que una sonda extrae orina”.
James Cagney es la película. El veterano actor, que había triunfado en los años 30 y 40 como gángster, detective, policía o bailarín, supo captar el vertiginoso ritmo de su personaje, C.R. MacNamara, y dirigió la acción del film como un director de orquesta que enloquece ante "La danza del sable" de Aram Katchaturian; una pieza musical que, por cierto, sirvió de banda sonora para acentuar aún más el desenfreno de la película. "Es un actor que había nacido para interpretar ese papel", le comenta Wilder a Cameron Crowe en el libro "Conversaciones con Billy Wilder".
Ver esta película sólo una vez es como contemplar el mejor cuadro de Goya en diez segundos. MacNamara no da tiempo a que el espectador asimile con su risa la sucesión de gags, frases ingeniosas y situaciones divertidas que se producen. Él marca el ritmo al público y a los personajes, especialmente a ese inolvidable Schlemmer (Hanns Lothar), que sigue mostrando, mediante sus marciales taconazos, vestigios de su pasado nazi.

- Sólo entre nosotros, Schlemmer: ¿Qué hizo durante la guerra?
- Trabajaba en un subterráneo.
- ¿Luchaba con la Resistencia?
- No, como conductor, en el Metro de Berlín.
- Y por supuesto usted odiaba a los nazis y nunca le gustó Adolf...
- ¿Adolf? ¿Qué Adolf? Allí abajo no me enteraba de nada.

De naturaleza impaciente, MacNamara no pierde el tiempo ni para atender a sus hijos ni para satisfacer como un buen amante a su secretaria,
Ingeborg (Lilo Pulver). Ni siquiera para caminar como las personas, ya que siempre avanza a paso ligero como un bailarín, agitando sus manos a la misma velocidad. Es el jefe de ventas de Coca Cola en Berlín y su sueño es dar el salto a Londres. Incluso se ha comprado un paraguas. Si consigue abrir el mercado del Telón de Acero, ascenderá al puesto más importante de Europa.

Ingeborg, MacNamara y Schlemmer.
En los negocios y en la vida privada actúa como un tipo manipulador, enérgico e impetuoso. Es excesivo para todo. Consigue lo que quiere sin preocuparle los métodos. Para salir de un lío se mete en otro más grande y acaba inmerso en una cadena de problemas sin fin. En el pasado fue desafortunado: años atrás era el responsable de una planta de la misma empresa en un país árabe que acabó incendiada por unos fanáticos... indignados por culpa del músico Benny Goodman, que suspendió un concierto.
El infortunio está a punto de frustrar de nuevo su porvenir. Su jefe en Atlanta, Wendell P. Hazeltine (Howard St. John), le encarga que se ocupe durante unos días de su alocada y fogosa hija Scarlett (Pamela Tiffin). Lo que iban a ser dos semanas se convierte en dos meses. Un día la joven desaparece y, cuando regresa, MacNamara se entera de que se ha casado en secreto con un altivo comunista de la Alemania del Este, Otto Ludwig Piffl (Horst Buchholz). Viéndose desterrado a los confines del mundo, MacNamara se mete en una espiral de embrollos cada vez mayor y de difícil resolución. Su sistema es todo un curso profesional de la intriga y la manipulación.
Para romper el matrimonio entre Otto y Scarlett urde un ingenioso plan con el fin de que el joven acabe arrestado por la policía de Alemania Oriental y así poder eliminar la partida de matrimonio. Pero cuando se entera de que la hija de su jefe está embarazada, necesita al marido y, sobre todo, que se convierta en un capitalista. Para liberarlo tiene que sobornar a tres delegados soviéticos, uno de ellos comisario político; para pagarles por el favor les promete a su rubia secretaria, aunque en su lugar disfraza a Schlemmer de mujer. Ya se apañará. Una vez en el Berlín Occidental, MacNamara "ya sólo" tiene que convencer al furibundo comunista para que se convierta en un próspero conde millonario y engañar a los padres de Scarlett, que vienen en un vuelo adelantado.
Pese a su carácter, mal genio, trato despótico y falta de moral, el espectador se pone de parte de MacNamara y está a su lado en todas las dificultades que atraviesa para alcanzar su propósito. Aceptamos con agrado que humille a su ayudante, que intente sobornar a un periodista o que utilice métodos poco recomendables para que Otto acabe en la cárcel. Nos magnetizan sus dotes de mando, chasqueando los dedos al grito de "uno, dos, tres" y nos alucina la vorágine de sastres, manicuras, peluqueros, zapateros, pintores o camareros que vuelan zumbando por su despacho a sus órdenes.


- ¿Cuánto tardará en pintar este escudo en un coche?
- Pues...
- Es demasiado. Venga conmigo.

En el fondo sabemos que es completamente inofensivo; le molesta que sus empleados se levanten a su paso, pero no consigue que le obedezcan y a todas horas tiene que dar la orden de "Sitzen machen" (siéntense); a Schlemmer le amenaza con rebajarle el sueldo cada vez que da taconazos, pero le resulta imprescindible; además, tendrá que renunciar a Ingeborg y también al puesto de Londres. Sus sueños dependen de los demás.


Otto, de comunista a conde.
Cuando MacNamara se relaja, nos sentimos aliviados. Ha aceptado con resignación que tendrá que ir a Atlanta con su familia; atrás deja al convencido comunista Otto Ludwig Piffl convertido en el conde Von Droste Schattenburg y a su jefe totalmente feliz con el matrimonio de su hija y con la perspectiva de ser abuelo. Nunca me han gustado las secuelas, pero a veces imagino con placer cómo se las compondrá McNamara en esa "Siberia con discriminación racial" que es Atlanta.  

Curiosidades
- Durante el rodaje de la película, el 13 de agosto de 1961, 
empezó la construcción del Muro de Berlín, que dividió a las dos Alemanias. El Muro supuso un duro golpe para Wilder, porque la historia que se suponía divertida fue una tragedia para el país y un tremendo drama para el mundo. Sus expectativas de éxito en taquilla y de reconocimiento de la crítica se disiparon de inmediato. Parte del trabajo de exteriores se tuvo que realizar en unos estudios de Munich.
- El director y el actor principal no se llevaron nada bien. Wilder lo encontró demasiado frío y distante, y supuso que se debía en gran parte a las notables diferencias ideológicas entre ambos. Cagney era un republicano de derechas. 
Tras la proyección de la película, el actor reveló que el director había sido tiránico y desagradable con él, y anunció que se retiraba del cine. A su vez, Cagney y Horst Buchholz mantuvieron una tensa relación porque, a juicio del primero, Buchholz trataba siempre de robarle los chistes y las escenas.
- La película, con guión de I.A.L. Diamond y el propio Wilder, estaba basada en una obra teatral del alemán Ferenc Molnar, titulada igual: "Egy, kettö, haróm".

martes, 19 de octubre de 2010

Cynthia Purley (Brenda Blethyn, Secretos y mentiras)


Hortense y Cynthia, en una de las escenas cumbre de la película.


No hace falta ser de lágrima fácil para estremecerse con la asombrosa “Secretos y mentiras” (“Secrets & lies”, 1996). La intensidad emocional de algunas escenas resulta tan elevada que es preferible tener un pañuelo al lado antes que aguantar la congoja en el estómago durante dos horas. A pesar de esta lectura dramática, he de reconocer que la película de Mike Leigh me parece un pequeño canto a la esperanza. Cuando se superan los engaños, los silencios y los complejos, la vida puede resultar maravillosa aunque residas en los suburbios de Londres.
El primer secreto de “Secretos y mentiras” es la creatividad de su director y guionista. Leigh no entregó el guión a sus actores: Cada intérprete preparó con él su personaje de manera individual y sin que el resto del reparto supiera nada de los demás. En este proceso fue muy meticuloso, ya que lo examinaban desde la niñez y analizaban todas sus características. Actores y actrices desconocían, además, cómo se iba a desarrollar la trama.
Una vez que cada intérprete conoció a fondo su papel, el director dio paso a la improvisación. Cuenta Brenda Blethyn (Cynthia Purley) que en la escena en que recibe la llamada de Hortense, la hija a la que dio en adopción veintiséis años atrás, ella no sabía que iba a sonar el teléfono. Ambas improvisaron esa espléndida y crucial conversación.
“Quedamos en conocernos en la puerta del Metro y se me acerca una chica negra. ‘¿Cynthia Purley?’, me dice. Yo no sabía si estaba o no en la película, pero me llamó por el nombre de mi personaje, así que deduje que era la otra actriz. Mike Leigh estaba viéndonos desde el otro lado de la calle. Había visto su nombre en el elenco, pero no la conocía, ni sabía que era negra. ¡Ni me imaginaba lo que iba a contarme! Por eso las reacciones son tan naturales”, explicó Blethyn en una entrevista a propósito de cómo se encontró por primera vez con Marianne Jean-Baptiste, la actriz que encarna a Hortense.
No cabe duda de que este método, utilizado por mentes inexpertas, puede dar lugar a auténticos disparates, pero Mike Leigh ya lo había empleado con éxito en el teatro. En “Secretos y mentiras” es una decisión afortunadísima; basta con fijarse en las reacciones de los actores para darse cuenta de su capacidad de improvisación ante las situaciones inesperadas y los diálogos que se incorporan a la acción. La última revelación, el gran misterio que oculta Cynthia, causó conmoción a los personajes… y hasta a los propios actores.
El segundo secreto de la película es Brenda Blethyn, una actriz que tenía 50 años y una carrera teatral y televisiva nada despreciable cuando asumió el papel de su vida. Su Cynthia Purley es una mujer de 42 años con un traumático pasado y un sombrío presente. A los diez años se quedó huérfana y tuvo que ocuparse de su hermano y de su abuelo; a los quince años se quedó embarazada y tuvo que entregar en adopción a su bebé. Trabaja en una fábrica de cartones y tiene otra hija, Roxanne (Claire Rushbrook), con quien mantiene una tensa e hiriente relación. Le exaspera con sus torpes demostraciones de cariño y sus fútiles comentarios ("Luego tuve que cargar contigo, esa fue mi perdición, cariño") y ella le replica con un desprecio absoluto.
Es su modo de ofrecer afecto y protección. Cynthia es infantil por sus carencias del pasado y por su ansia de mantener los vínculos familiares que le faltaron cuando ella era joven. Habla demasiado y mete la pata continuamente. Necesita dar cariño y recibirlo, pero no lo encuentra en nadie. Su hermano, a quien adora, está demasiado ocupado. “Sólo te tengo a ti, Maurice. Abrázame fuerte, por favor. Tesoro”, le llora cuando él va a visitarla. 
Siente, además, dos sensaciones contradictorias: por un lado, un complejo de culpabilidad por mantener oculto lo que ella considera secretos infames, el de una maternidad no deseada y una juventud turbulenta con los hombres; por otro, considera que los sacrificios que hizo para sacar adelante a su hermano no obtuvieron nunca la recompensa que merecía. Y por eso acusa a su cuñada, Monica (Phyllis Logan), de haberse apropiado de la herencia paterna para su beneficio.
Su vida cambia de manera radical cuando recibe una llamada telefónica inesperada. Es la voz adulta de aquel bebé que dio en adopción. Cynthia se queda horrorizada, como si hubiera hablado con un fantasma. La hija que creía haber borrado para siempre se ha metido en su vida. Primero le cuelga y vomita de miedo; pero el teléfono vuelve a sonar y decide afrontar su pasado.
 

Cynthia atiende la llamada que le cambia la vida.
El cine tiene momentos mágicos e inolvidables y uno de ellos es la extraordinaria escena del encuentro entre Cynthia y Hortense. La densa e improvisada conversación dura ocho minutos y Mike Leigh la rodó sin cortes. Los gestos, las palabras, el sentimiento y esa increíble manera de llorar de la avergonzada madre componen un milagro cinematográfico, absolutamente revelador.  

- Escucha, no quiero decir nada con esto, cariño, pero yo no he estado con un hombre negro en mi vida, sin faltarte al respeto ni nada. Yo me acordaría, ¿no crees?
(Silencio prolongado, mientras la cara de Cynthia se aterroriza al recordar y rompe a llorar amargamente).
- ¡Oh, maldita sea! ¡Oh, Santo Dios del cielo! Lo siento, cariño. Estoy tan avergonzada.
- No deberías estarlo.

- No puedo mirarte. No lo sabía, cariño. Lo siento, no lo sabía (sigue llorando). 

Estamos ante una mujer desbordante y conmovedora, a cuya memoria ha venido de repente la imagen de un hombre con el que debió tener una horrible relación. Tal vez Hortense es fruto de una violación. Es imposible retratar mejor la angustia como lo hace Brenda Blethyn. Pero es, en realidad, un personaje tragicómico, capaz de estremecernos y de hacernos reír. "Me dijiste que tu madre era comadrona; a mí me hubiera gustado serlo, me encantan los bebés", le dice, sin darse cuenta, a la desconcertada Hortense, que se ha encariñado irremediablemente de su madre biológica. Cynthia vive a su lado como en una nube. Ha encontrado a una persona que le atiende, que le muestra respeto y que quiere ser amiga. Cuando Hortense le llama "genial", se le ilumina la mirada, porque por fin alguien le está dando sentido a su vida.  
La película merecía un desenlace tan genial como Cynthia. Cuando los secretos y las mentiras quedan al descubierto, apreciamos mejor la enorme dimensión humana de esta mujer, capaz de transmitir dolor, soledad, cariño y un profundo amor a quienes le rodean. Su abrazo a Monica -que se derrumba como una niña cuando Maurice (Timothy Spall) revela al fin que no podrá tener hijos-, su insistente atención hacia Hortense y la infinita tristeza que le provoca el humillante desdén de su hija Roxanne son momentos inolvidables e imposibles de explicar con toda su intensidad. Mejor la volvemos a ver un día de estos.

Personajes imprescindibles
Maurice.
La película no se sostendría sin las actuaciones de, entre otros, dos intérpretes soberbios: Marianne Jean-Baptiste, en el papel de Hortense Cumberbatch, y de Timothy Spall, que encarna a Maurice. Son dos personajes fascinantes a su manera, ambos deseosos de conocer la verdad. El hermano de Cynthia (fotógrafo que, a su manera, busca la verdad de las personas a quienes retrata) no puede ser padre y siente un inmenso dolor por ello. No tenemos ninguna duda de que podría ser un padre magnífico.
Hortense es valiente y comprensiva. Acepta a su madre biológica sin apenas reproches y se integra en el círculo familiar de Cynthia con decisión, a pesar de que su posición social y su cultura son muy diferentes. Sólo le queda la amargura de no saber quién era su padre y cómo era:
- ¿Era mi padre un buen hombre?
- No me rompas el corazón, cariño.    
De todos los demás personajes, resulta sorprendente el de la trabajadora social, que encarna una estupenda actriz, Lesley Manville. Su papel es corto pero lo convierte en atractivo y cautivador por su tono de voz, sus gestos y la exquisita manera de tratar a Hortense cuando acude a su centro para conocer quién es su madre biológica.