lunes, 28 de febrero de 2011

Frank Galvin (Paul Newman)

"Veredicto final"

Cartel promocional de la película.

La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood concedió a Paul Newman un Oscar honorífico en 1985 por "sus múltiples y memorables interpretaciones en la pantalla". Tan memorables que ninguna de ellas mereció nunca un premio: ni el inolvidable Eddie Felson de "El buscavidas" (1961) ni Henry Gondorff ("El golpe", 1973) o Butch Cassidy ("Dos hombres y un destino", 1969) ni, entre otros, ese tipo que ha encandilado a muchas generaciones: Luke Jackson, de "La leyenda del indomable" (1967), el de los cincuenta huevos duros. Paradójicamente, un año más tarde, en 1986, ganó la estatuilla al mejor actor por interpretar de nuevo a Eddie Felson en "El color del dinero", de Martin Scorsese. Personalmente, creo que no hay color, pese a ser en blanco y negro, entre el primer "Fast" Eddie Felson y el segundo. 
En 1982 se había metido en la piel de otro de mis personajes preferidos, el de un abogado alcohólico, perdedor y autodestructivo, cuya conciencia reacciona ante un caso judicial con el que pretende redimirse. A simple vista, Frank Galvin no parece un papel tan deslumbrante como los citados; pero los primeros planos y la austeridad de los diálogos dejan a Paul Newman solo ante la cámara en muchas escenas: y ahí es donde triunfa el fenomenal actor que era y donde sale fortalecido su personaje, emergiendo de su mediocre existencia. La intensidad de su mirada y sus gestos de hastío, desesperación, esperanza o fracaso en esta película valdrían como un curso acelerado de interpretación para jóvenes actores.
"Veredicto final" ("The verdict"), dirigida por Sidney Lumet, es una película del género judicial y del subgénero de los perdedores. Frankie es un hombre solitario, alcohólico, irresponsable y hundido en la mediocridad. Como un ave de rapiña, asiste a los funerales privados para dejar su tarjeta entre las manos de los desolados familiares. Viste con una elegancia desfasada. Su melena rubia, abundante y rizada por detrás, denota cierta dejadez en el cuidado personal. A las citas llega siempre con el tiempo justo porque se refugia en su bar habitual para beber cerveza y jugar al "pinball" (máquina del millón o "la máquina" a secas, como le llamábamos en mi época porque no había otra máquina con la que jugar entonces).

Frank y sus dos aficiones favoritas: cerveza y pinball. 

Su amigo Mickey Morrissey (Jack Warden) es el único apoyo que conserva en los últimos cuatro años, desde que entró en su espiral destructiva. El origen de ese declive fue la acusación de soborno con la que cargó, pese a que, como más adelante nos enteraremos, no cometió ningún delito, sólo encubrió a un compañero. Pero ese desliz, que estuvo a punto de meterlo en la cárcel, arruinó su brillante carrera y su matrimonio. Mickey es su Pepito Grillo, el hombre que le cuenta las verdades, el que le mantiene con respiración asistida dentro de su agónica situación laboral. Está harto de Frankie porque comprueba que nada cambia con el paso del tiempo y que nada va a cambiar.
Hace meses que le proporcionó un caso, el de una mujer que permanece en coma desde 1976 por culpa de una anestesia mal suministrada, pero Frank no ha hecho nada durante ese tiempo. Faltan diez días para ir a juicio y es entonces cuando empieza a estudiarlo. Su despacho es como un almacén destartalado, así que ante los familiares de su defendida tiene que fingir que su verdadero bufete, con secretaria y todo, está en obras. Sally (Roxanne Hart) y Kevin Doneghy (James Handy), hermana y cuñado de la víctima, quieren que el asunto se resuelva cuanto antes porque ya han sufrido bastante.
Todo parece encaminado a un pacto entre la institución católica que controla al hospital Santa Catalina, los doctores acusados, la defensa de éstos y Frankie, que puede ganar 70.000 dólares de golpe sólo con aceptar la indemnización sin ir a juicio. Pero su conciencia despierta mientras acude al hospital a fotografíar a su defendida. Cuenta con la promesa de un testimonio demoledor, el del doctor Gruber (Lewis Stadlen), que declarará contra los dos médicos por una cuestión de justicia y de sentido del deber profesional. Y ha visto el frágil cuerpo inerte de esa mujer, que un buen día acudió al hospital, perdió al niño que llevaba en su vientre y entró en coma por negligencia.
Como buen perdedor, Frank se pone al lado de los perdedores y de las víctimas. Cuando se entrevista con el obispo Brophy (Edward Binns), de la archidiócesis de Boston, sufre un ataque de honestidad e integridad y rechaza los 210.000 dólares que le ofrece para zanjar el asunto: "Todos hemos sido comprados para mirar a otro lado. No puedo aceptar el dinero; si lo tomo, estoy perdido", le confiesa.
La maquinaria del poder se pone en marcha de inmediato. El prestigioso Ed Concannon (James Mason) dirige un equipo de catorce abogados que se han volcado durante meses en la defensa de los dos médicos que anestesiaron de forma errónea a la paciente. Disponen de todos los medios posibles para estudiar el caso desde todos los puntos de vista; y van a utilizar a la Prensa para crear un ambiente favorable a la institución que defienden; incluso contactarán con las televisiones para que emitan películas sobre la profesionalidad de los médicos. Todo está perfectamente controlado.
Mientras, Frank y Mickey sólo pueden confiar en su intuición y talento y en la declaración del doctor Gluber. La vida del abogado parece estar dando un giro espectacular. De repente descubrimos que no es un tipo mediocre, sino inteligente y comprometido. "Los débiles deben tener a alguien que luche por ellos", le cuenta a Laura Fischer (Charlotte Rampling), una mujer solitaria y escéptica a la que ha conocido en el bar.

James Mason y Paul Newman, abogado rico y abogado pobre. 

El juez Hoyle (Milo O'Shea) cita a los dos abogados para tantear sus intenciones y su parcialidad resulta descarada. El magistrado está de parte del defensor y le sorprende que Frankie haya rechazado la indemnización que le han ofrecido. La enemistad con el juez se manifiesta abiertamente cuando éste le explica que, en su lugar, "aceptaría el dinero y correría como un ladrón". "Estoy seguro de ello", es la demoledora respuesta de Frank Galvin.
- Frank, hablemos claro: ¿qué les parecería correcto a usted y a su cliente para salir andando de aquí y olvidarse de todo?
- Mi cliente no puede andar, señoría.
Todo se vuelve en su contra de repente. La hermana de su defendida y su marido se enfrentan con él por haber rechazado, sin consultarles, un dinero que colmaba sus aspiraciones. Kevin, agresivo e insultante, le reprocha que sea como todos: "Ustedes siempre hablan de lo que van a hacer por nosotros. Y después, cuando fracasan, nos dicen: 'Hicimos todo lo que pudimos, lo siento muchísimo'. Y la gente como nosotros vive a costa de sus errores toda la vida".
Pero lo peor es que el famoso doctor Gruber, el hombre que iba a testificar de forma contundente contra los dos médicos anestesistas, ha desaparecido misteriosamente. Frank acude a casa del juez a implorarle un aplazamiento, pero éste se muestra implacable; trata de negociar desesperadamente con la institución católica del hospital, pero su esfuerzo es infructuoso: se da cuenta de que el abogado rival ha sobornado a su principal testigo. "Aquí no se puede ni respirar", le dice a Mickey, a punto de desmayarse.
Frank no sólo está al borde de un nuevo fracaso, sino ante un abismo existencial. Es su última oportunidad para salvarse, para emerger de esa vida patética en la que se encuentra desde hace años. Está en juego, además, su fe no tanto en el sistema judicial del país, sino en el sentido más equilibrado de la justicia humana. "Vamos a perder", le confiesa a Laura, aunque ésta se muestra inflexible y se niega a compadecerle, porque quiere que siga luchando: "Eres como un niño que dice tener fiebre y ya no quiere ir al colegio".
Afronta el juicio nervioso y dubitativo, con una presentación monótona y débil. Por si fuera poco, el juez interrumpe su primer interrogatorio con una parcialidad excesiva, tratando de desmontar sus argumentos como si fuera el abogado. "Señoría, con el debido respeto, si va a llevar usted el caso, me gustaría que no lo perdiera", le suelta impotente.
Frank Galvin no está preparado para enfrentarse a expertos médicos que hablan un lenguaje incomprensible para él. A diferencia de su rival, no ha estudiado el caso a fondo y se pierde en discusiones profesionales. Está derrotado, no encuentra ningún tipo de solución sin un testigo principal sobre el que sostener su acusación. El optimismo que le transmite Mickey no le convence.

- Se acabó, Frankie. Ya habrá otros casos.

- No habrá otros casos. Éste es el caso. No habrá otros casos. Éste es el caso...

Quizá en otro momento se hubiera dado por vencido, pero no ahora. Con angustiosa desesperación, Frank empieza a revisar nuevas vías y descubre la existencia de una posible testigo, Kaitlin Costello (Lindsay Crouse), la enfermera de admisión de la paciente, una joven que no estaba en el quirófano, pero que había anotado todo el historial. Es una posibilidad remota, pero se aferra a ella como a un clavo ardiendo. Las pesquisas, la suerte y el azar le permiten encontrarla en una guardería de Nueva York.
La escena del encuentro es tan sencilla como impactante. Se presentan como dos desconocidos, hablan de cuestiones banales hasta que ella observa en el bolsillo de su abrigo un billete de avión Nueva York-Boston. Ha comprendido al instante qué es lo que quiere; él también sabe que lo ha entendido. "¿Me ayudará?", es la única frase.

Mickey y Frank, solos ante la adversidad.

Llegados a este punto, es oportuno advertir a quienes no hayan visto aún la película que no sigan leyendo, porque se desvela a partir de aquí el interesante desenlace del caso. Frank acude al juicio como si estuviera ante una plegaria, rezando para que el testimonio cale en el corazón del jurado popular. No confía ni en el magistrado ni en las artes de su colega Concannon, quien ha caído como un principiante ante la elocuente sinceridad de Costello. Ella sabe exactamente lo que ocurrió y el abogado de la defensa le hace, sin saberlo, las preguntas adecuadas para que su declaración sea más impactante.
Cuando el juez hace caso, como siempre, a las alegaciones del defensor y rechaza el testimonio como prueba a tener en cuenta, Galvin protesta pero no le sorprende. Le queda una última esperanza, haber llegado al corazón del jurado popular con su sincero discurso. "Por favor, Señor, dinos lo que es correcto, dinos lo que es verdad", exclama. Ya no tiene que engañar a nadie ni fingir emociones porque se cree derrotado. En realidad, parece estar hablando consigo mismo. "Yo creo que la justicia está en nuestros corazones", termina su alocución.
Frank gana, los perdedores ganan, los pobre ganan en esta ocasión. Pero no hay euforia, sino alivio y satisfacción por el triunfo de la justicia. Cuando llega a su despacho, suena un teléfono repetidas veces. Su mirada perdida y su ansiedad no necesitan, una vez más, palabras. ¿Y qué pinta Charlotte Rampling a todo esto? No lo cuento, mejor veamos la película.

La película
- "Veredicto final" está basada en la exitosa novela del mismo título, escrita por Barry Reed en 1980.
- Tobin Bell (de la saga sangrienta de Saw) y Bruce Willis (que no necesita presentación) actuaron como extras en esta película.
- Robert Redford iba a ser el protagonista principal, pero el actor no se sintió cómodo con la perspectiva de ser un abogado alcohólico y finalmente rechazó el proyecto.
- Sidney Lumet tuvo que convencer a David Mamet para que incluyera en el guión el resultado de la sentencia, ya que en principio había dejado el desenlace sin esa importante resolución judicial.
- Dustin Hoffman, Cary Grant, Frank Sinatra y Roy Scheider sonaron durante la preparación de la película para protagonizar alguno de los papeles.
- El film está considerado por el American Film Institute como la cuarta mejor película de drama judicial de todos los tiempos.
- En los Oscar de aquella edición había sido nominada a mejor película, mejor actor, mejor actor secundario (James Mason), mejor director y mejor guionista, pero fue el año de "Gandhi", que acaparó ocho estatuillas.



viernes, 25 de febrero de 2011

Leonor de Aquitania

(Katherine Hepburn, "El león en invierno")

Katherine Hepburn y Peter O'Toole, una espléndida pareja.

James Goldman, hermano del guionista William Goldman ("Dos hombres y un destino", "La princesa prometida", "Misery"...) se inventó en 1966 un jugoso libreto sobre una supuesta reunión familiar entre el rey Enrique II de Inglaterra, su esposa Leonor (Eleanor of Aquitaine) y sus hijos. El juego sucio y las múltiples intrigas dominan la trama, aderezada por unos diálogos soberbios. En "El león en invierno", la palabra vale como mil imágenes, no hay desperdicio.
Dos años más tarde, el británico Anthony Harvey reunió a Katherine Hepburn y a Peter O'Toole para dar vida a los personajes centrales de la versión cinematográfica ("The lion in winter", 1968). La química entre ambos supuso un extraordinario hallazgo para los aficionados, una de esas felices coincidencias que surgen en el pantalla cada mucho tiempo. Por edad, la actriz (61 años) podía pasar por la legendaria reina de Aquitania, pero el actor británico sólo tenía 36 años y, sin embargo, está perfecto como el fatigado, exaltado y pasional monarca.
Diciembre de 1183. El rey Henry II traslada su Corte a Chinon (Francia) para pasar las navidades en familia. Llama a sus tres hijos y a su esposa Eleanor, a quien encerró diez años atrás en el castillo de Salisbury por promover una rebelión contra él. Su propósito es anunciarles que tras la muerte del primogénito, Henry, ha decidido nombrar como sucesor al trono a su hijo menor, John (Nigel Terry), quien deberá casarse con la amante de su padre, Alais (Jane Merrow), hermana del nuevo rey de Francia.
El planteamiento inicial ya promete una interesante sucesión de intrigas. Dos de los hijos, Richard (Anthony Hopkins) y Geoffrey (John Castle), odian a su padre y no ocultan su ambición por el trono. Pero la figura que desata todas las tensiones e intrigas familiares es una amable y encantadora mujer que no ha perdido ni la sonrisa ni las buenas maneras pese a haber estado diez años encerrada en un castillo. Eleanor llega a la reunión en una barcaza, sentada tranquila y esplendorosa en un trono, como si hubiera vuelto de unas vacaciones. La magnífica banda sonora del recientemente fallecido John Barry (con el precioso tema "Eleanor's arrival") envuelve la escena de manera majestuosa.

Los reyes presiden la comida navideña.

Lo primero que llama la atención del matrimonio es su intensa relación amor-odio. El rey recibe a su reina como un adolescente excitado. Ha bajado corriendo desde la torre del castillo y está francamente ilusionado por volver a verla. Ella le dedica una sonrisa apasionada y limpia, sin asomo de rencor, a pesar de su prolongado cautiverio y de que en la misma orilla le aguarda también la nueva amante de su marido, Alais, una joven a la que la reina cuidó de pequeña.
Esa especial relación es importante para entender la película. Eleanor y Henry contrajeron matrimonio en 1152, con 30 y 19 años de edad, respectivamente. Ella había estado casada anteriormente con el rey francés Luis VII, un hombre mucho más débil que ella, hasta que apareció en su vida el joven monarca de la saga de los Plantagenet. Durante mucho tiempo se entendieron a la perfección, porque su nivel intelectual era parejo y ambos eran fogosos amantes y fuertes de carácter.
Sin embargo, la relación se fue deteriorando. Quizá la causa principal fue la diferencia de edad entre ambos, notable conforme pasaba el tiempo. La reina podía asumir las infidelidades de su marido, porque ella también se desquitaba, pero no aceptó la aparición de Rosamund Clifford, que se convirtió en la amante duradera del rey. Es como si el corazón de éste se hubiera dividido en dos.
En 1173, la reina alentó a sus hijos Henry, Geoffrey y Richard a participar en una revuelta contra su esposo, pero éste la abortó y, como resultado, ordenó el exilio de su mujer, que permaneció encerrada durante una década en un castillo... hasta que le llamó en 1183 para celebrar las navidades juntos.
La relación entre Leonor de Aquitania y su marido parece como una partida de ajedrez que ambos reanudan después de tantos años con tremendas ganas y de manera irresistible; las piezas que ponen sobre el tablero son los sentimientos, el sarcasmo, sus debilidades, algunos secretos del pasado, la inteligencia y la enorme fortaleza de carácter, pero nunca la autoridad. Si el rey impone su poder, la partida se acabará. El duelo entre ambos me recuerda al que entablan los protagonistas de "¿Quién teme a Virginia Wolf?" (1966, Mike Nichols).
El objetivo práctico es colocar a los hijos predilectos en el trono, pero el juego es mucho más que eso. Ambos intentan demostrarse que uno es más fuerte que el otro, que la razón está y ha estado de una parte y que, a lo largo de su vida en común, uno de ellos ha sido siempre superior al otro, intelectual y afectivamente.
La reina tiene un objetivo político, conseguir que Richard (Ricardo Corazón de León) sea el futuro rey y herede la región de Aquitania, cuyos derechos le pertenecen a ella. Para conseguirlo tendrá que desplegar todas sus armas, porque hasta su hijo predilecto es duro, agresivo, tosco y vengativo. Detesta a su madre tanto como odia a su padre; a ella no le ha perdonado que le utilizara de forma maquiavélica diez años atrás para enfrentarse con el rey.

- "Eres Medea hasta los dientes, pero a este hijo no lo utilizarás en tu venganza contra tu marido".

"Eres Medea hasta los dientes", le reprocha Richard.

Los tres hijos son egoístas, ambiciosos y desconfiados. Sólo están pendientes, como los buitres, de la corona real. Son incapaces de disimular su odio y de mostrar afecto y cariño. La madre va a tener el tiempo justo para tratar de ganarse la confianza de los tres, intrigar contra el padre y darle la vuelta a una situación muy desfavorable en esa particular partida de ajedrez, ya que el monarca ha elegido como sucesor a John, el desaliñado y niñato hijo menor. A Geoffrey lo ignoran ambos, no le tienen ningún aprecio. "Tengo que hacerte una confesión: no me gustan nada nuestros hijos", le revela a su marido.
Leonor no es una madre convencional, al uso. Reconoce que no tiene ningún afecto hacia Geoffrey, un hijo no deseado que deambula como alma en pena reclamando un cariño inexistente. Es una madre imperfecta, más preocupada por la fortaleza de espíritu, el orgullo, el carácter y con un sentido del humor hiriente.
Decía antes que ambos se profesan amor y odio a partes iguales, aunque no está claro dónde está la frontera. Cada uno trata de herir los sentimientos del otro, pero con un cinismo agudo y guardando las formas. Se diría que quien no encuentra una réplica oportuna, pierde los nervios o grita en exceso, se halla en desventaja en esa partida de ajedrez mental. Por eso, Henry sonríe amablemente cuando le asegura que jamás la liberará de su cautiverio; por eso, Eleanor le amenaza sutilmente con una nueva guerra por la posesión de las tierras o se muestra extremadamente cariñosa con Alais, la sumisa y callada amante de él. "La cama de Henry es la provincia de Henry, puede meterse en ella hasta una oveja si quiere... cosa que, por cierto, ya ha hecho", le suelta en referencia a Rosamund, la amante que rompió el matrimonio.
Henry sorprende con un movimiento inesperado: anuncia que el heredero será Richard en vez de John, lo que deja a la reina descolocada. Exactamente es lo que ella pretendía, pero deseaba ganarlo, luchar por ello, no obtenerlo de esa manera. Todos desconfían de sus intenciones, incluido Richard, quien le reprocha a su madre sus ansias por destrozar a su padre. Eleanor tiene su momento de melancolía cuando habla sinceramente con su hijo. Quizá sea la primera vez en su vida que revela lo mucho que quiso a su marido.

"Henry vino desde el norte a París con la mente de Aristóteles y un cuerpo ardiente de pecador. Quebrantamos los mandamientos al instante".

El juego es constante. Los tres hijos son peones de ese ajedrez que cuenta en el tablero con otro rey, Felipe de Francia (Timothy Dalton), quien ha ocupado el trono de su país tras la muerte de su padre. Felipe es, además, hermano de Alais, la amante de Henry, aunque radicalmente diferente a ella: maquiavélico, cruel y desapasionado. Ha sido invitado a la reunión familiar para arreglar la boda de Alais con uno de los hijos, pero su presencia y su ambición condicionan a todos. Sobre todo a Geoffrey, el despechado, por quien nadie siente ni una pizca de cariño.
Leonor sabe muy bien cómo herir a Henry. Primero le insinúa que se acostó con Tomas Becket, el antiguo arzobispo de Canterbury, un amigo muy especial para el rey y que fue asesinado por su culpa. Y luego le suelta, entre espontánea y divertida: "¿Te has preguntado alguna vez si me acosté con tu padre?". Esa frivolidad es el talón de Aquiles del monarca, el recurso para sacarle de quicio.
El rey mueve otra fichas. Proponer a Richard como sucesor sólo ha sido una estrategia de confusión para comprobar las distintas reacciones. A su esposa le ofrece luego la libertad a cambio de que John obtenga Aquitania, pero Leonor contraataca con una condición: que Alais y Richard se casen de inmediato. El resultado es que los hijos son meros títeres del pasatiempo de sus padres, a quienes les importa bien lo que están causando con sus intrigas.
La reina no aparece en una de las escenas más importantes de la película: el joven rey francés acoge en su cámara, uno por uno, a los hijos, deseosos de aliarse con él para emprender una guerra contra el padre. Conforme van llegando, cada uno se esconde y se entera de las intenciones de los demás. Descubrimos que Richard ha estado y está enamorado de Felipe, pero éste no sólo le desprecia sino que aprovecha esa circunstancia para herir al rey inglés. "¿Qué piensas oficialmente de la sodomía?", le pregunta cuando Henry acude también a la habitación del monarca francés.
Felipe ha jugado con todos. Los tres hijos salen de sus respectivos escondites, pero a Henry sólo le duele encontrar ahí a John, a quien iba a confiarle el trono. Se siente traicionado, profundamente herido. "Resultará mucho más brillante leer mi vida que haberla vivido". "El rey Henry nunca tuvo hijos, tuvo tres cosas peludas, pero las desheredó. ¡No sois míos! ¡No estamos relacionados! ¡Reniego de vosotros! ¡Ninguno heredará mi reino! ¡No os dejaré nada y os deseo lo peor!  ¡Que todos vuestros hijos enfermen y mueran!", les grita in crescendo antes de marcharse.

John, Eleanor, Richard y Geoffrey.

Henry está derrotado, pero su esposa no lo sabe. Ella está cansada del juego, de las intrigas y de una situación que parece haberse vuelto en contra de los dos. Aunque es tan excelente actriz (el personaje) que nos da la impresión de estar fingiendo una vez más. Después del terrible desengaño que ha sufrido él con la evidente traición de sus hijos, se muestra primero indiferente, desapasionado y sin ganas de seguir esa partida de ajedrez emocional. Ya sólo desea desheredar a todos, casarse con su amante y tener nuevos hijos a los que querer. Eso es lo que más le duele a la reina.
- Fuera Eleanor, dentro Alais... ¿por qué?
- Esposa mía, quiero una nueva esposa, que llevará dentro a mis nuevos hijos.
- Hijos... Pensaba que precisamente de eso ya tenías suficiente.
Esta escena resulta ejemplar. La conversación da un vuelco y ambos miran al pasado con añoranza. Se abrazan y se besan con cariño porque, por encima de traiciones, celos y ambiciones, en el fondo se siguen amando. Pero la perspectiva de hacerse daño les resulta más atractiva. En pocos minutos surgen los viejos rencores y vuelven a desafiarse: él le anuncia que va a ir a Roma a pedir la separación y ella le atormenta de nuevo con la revelación de que se acostó con su padre. "Te he puesto más cuernos de los que pudo llevar Luis", en referencia a su primer marido.
Henry da por terminada la partida. Ha impuesto su autoridad y ya no desea seguir ese juego que le resulta tan doloroso. Ordena que su esposa se prepare para regresar al día siguiente a su castillo y decide encerrar a sus tres hijos en la bodega, bajo arresto. La situación se torna dramática. Eleanor se reúne con Geoffrey, Richard y John y les entrega tres puñales para que puedan huir; pero ellos quieren emplear esas armas para asesinar a su padre.
En ese punto, la reina confiesa por primera vez cuáles han sido sus intenciones desde que promovió una guerra contra su marido, diez años atrás. "Yo amaba a mi Henry", les dice. Ella quería recuperar ese viejo amor, irreconocible con el paso del tiempo; deseaba volver a sentir y a disfrutar como en los primeros años de su matrimonio. La tragedia planea con la súbita llegada de Henry a la bodega. Se enfrenta a los tres y está a punto de matarlos, pero se reprime pese a que Eleanor, sorprendentemente, le anima a ello. Ella se ha dado cuenta de que tampoco desea estar con esos hijos incapaces de amar, que sólo saben traicionar a su padre por ambición.

- Yo te amaba. Y aún te sigo amando.

- De todas las mentiras que has dicho, ésta es la más terrible.
- Lo sé. Por eso la he guardado para el final.

"El león en invierno"
es, bien mirado, una gran historia de amor. La reina se queda a solas con Henry y le confiesa lo que había revelado a sus hijos, que le ama. Y realmente es así, de eso estamos seguros. Aunque él no está por la labor de reconciliarse hasta ese punto. Finge que forma parte de ese juego que consiste en herir los sentimientos, provocar y humillar. Sólo que esta vez no es así. Eleanor se está sincerando; se siente vacía sin él y se da cuenta de que ha intentado recuperarle sin éxito.
Al día siguiente se produce la despedida. Es maravillosa. No importa que se separen. Henry, desde la orilla, le lanza abrazos con una ternura infinita; ella, en la barcaza que se aleja, responde con una sonrisa que revela un amor profundo y eterno. Ambos se ríen, llenos de felicidad. Eleanor vuelve a su prisión, pero lo hace más viva y libre que nunca.

La película
- "El león en invierno" significó el debut en el cine de Timothy Dalton (futuro James Bond) y de Nigel Terry (el rey Arturo de "Excalibur"), así como la segunda película para Anthony Hopkins, John Castle y el propio director. Todos ellos destacaron simultáneamente en el teatro y la televisión, aunque la carrera más importante es la de Hopkins, sobre todo en el cine.
- Peter O'Toole se reencontró con el papel de Henry II de Inglaterra, a quien ya había encarnado de manera magistral en "Becket" (1964).
- Curiosamente, Katherine Hepburn se consideraba descendiente de la reina Eleanor por dos líneas genealógicas, por lo que interpretar ese papel resultó muy especial para ella. Sus antepasados irlandeses habían estado entre los pasajeros que viajaron en el Mayflower, el barco que transportó a los primeros colonos británicos al territorio de Estados Unidos en 1620.
- La película no está basada en hechos reales. Es decir, no hubo reunión familiar en diciembre de 1183. Sin embargo, sí recrea con mucha inteligencia la crisis de sucesión que se produjo tras la muerte de Henry, el primogénito del monarca, sucedida sólo unos meses antes. El rey quería a John para el trono y la reina desterrada hizo lo posible para que fuera Richard. La historia complació a ambos, ya que primero Richard the Lionheart (Ricardo Corazón de León) y luego John Lackland (Juan Sin Tierra) fueron reyes de Inglaterra.
- Entre Katherine Hepburn y Peter O'Toole surgió una gran relación afectuosa. En una reciente entrevista, el actor reconocía que "la adoraba, la amaba de forma platónica". Hepburn le golpeó en una ocasión y luego le pidió disculpas: "Cerdo -así le llamaba cariñosamente- yo sólo golpeo a la gente que quiero".
- El rodaje resultó muy especial para la actriz, que unos meses antes acababa de perder al amor de su vida, Spencer Tracy, con quien había mantenido una intensa relación durante décadas. Hepburn reconocería después que el rodaje de esta película tuvo un efecto balsámico en su vida.
- Andrei Konchalovsky dirigió en 2003 una aceptable versión televisiva, con Glenn Close y Patrick Stewart en los papeles principales. Rosemary Harris y Robert Preston fueron los originales Eleanor y Henry II en la primera representación teatral de la obra, en marzo de 1966.

Los cuatro Oscar de la gran Katherine Hepburn, todo un hito.

- Katherine Hepburn y Barbra Streisand (por "Funny girl") compartieron el premio Oscar en esa edición; era la primera vez que se entregaba ex-aequo. Para la veterana actriz fue el tercero de sus 4 Oscar, ya que en 1981 aún ganaría el de mejor actriz por "En el estanque dorado". Peter O'Toole volvió a sufrir una nueva decepción, después de haber sido nominado sin éxito por "Lawrence de Arabia" y "Becket". En total ha sumado ocho nominaciones y un solo premio... honorífico en 2003. (Sin comentarios).




sábado, 19 de febrero de 2011

John Lloyd Sullivan

(Joel McCrea, "Los viajes de Sullivan")

Joel McCrea y Veronica Lake, dos vagabundos felices. 

1. Una chica guapa es mejor que una fea.
2. Una pierna es mejor que un brazo.
3. Un dormitorio es mejor que un salón.

4. Una llegada es mejor que una partida.
5. Un nacimiento es mejor que una muerte.
6. Una persecución es mejor que una conversación.
7. Un perro es mejor que un paisaje.
8. Un gatito es mejor que un perro.
9. Un bebé es mejor que un gatito.
10. Un beso es mejor que un bebé.
...

11. Una buena caída es mejor que todo lo demás.
(Decálogo de la comedia, de Preston Sturges)

Hace muchos, muchos años, había un canal televisivo, al que todavía llamábamos el UHF, que emitía películas con talento. Es decir, veíamos grandes obras del cine y, además, las programaba alguien que sabía cómo hacerlo. Aprendimos mejor quiénes fueron y qué hicieron cineastas como Harold Lloyd, William Wellman, Gregory LaCava, Frank Borzage, Buster Keaton, King Vidor, Raoul Walsh René Clair, entre otros.
Uno de los ciclos que más me impactó fue el dedicado al genial Preston Sturges, el primer guionista de Hollywood en pasar a la dirección. "El milagro de Morgan's Creek" y "Salve, héroe victorioso", ambas de 1944, son dos de mis comedias preferidas, por atrevidas, transgresoras y, sobre todo, desternillantes. Hoy sigo sin entender cómo la primera pudo pasar los controles de la censura en esa época.
Sturges pertenecía a la escuela de Ernst Lubitsch, sabía concretar tan bien como éste las situaciones de humor y siempre encontraba una vuelta de tuerca definitiva para explotar mejor los gags. Sus "screwball comedies" poseen -además de diálogos muy inspirados y personajes nada convencionales- un ritmo vertiginoso, lo que significa que "Las tres noches de Eva", "Un marido rico" o las dos citadas anteriormente hay que verlas más de una vez, porque se escapan muchos detalles y situaciones jocosas. Lo mismo ocurre con "Los viajes de Sullivan" ("Sullivan's travels", 1941), una absoluta obra maestra del cine y una de las películas con las que más he disfrutado.
Joel McCrea, simpático, galán, aventurero y uno de los actores con mejor planta de aquel Hollywood dorado (es un misterio que no llegara a ser una estrella a la altura de Cary Grant, Errol Flynn o Gary Cooper), se convirtió en uno de los intérpretes predilectos del director, aunque no formara parte, estrictamente, de su "compañía estable de actores", el grupo de secundarios que actuaban a menudo en sus películas: Arthur Hoyt, Frank Moran, Robert Greig, Jimmy Conlin, Rudy Vallée, Robert Dudley y, entre otros, el impagable William Demarest.
En "Los viajes de Sullivan", el actor interpreta al director John Lloyd Sullivan, un "Rey Midas" del cine que tiene un gran éxito comercial, ya se trate de films como "Hormigas 1939" o "Tonteando en el granero". Pero Sullivan, pese a enganchar al público con sus comedias, westerns y musicales, posee un inconsciente idealismo social. Y digo inconsciente porque su conciencia le dicta que debe hacer una película sobre los desamparados y la miseria del país, pero jamás en su vida ha visto a un pobre ni ha sufrido penalidades. Sullivan le dice a sus productores LeBrand (Robert Warwick) y Casalsis (Franklin Pangborn) que ya está harto de hacer un cine de entretenimiento.

- Quiero que sea una película realista sobre la vida de hoy, sobre los problemas de la gente.
- Pero con una pizca de sexo.
- Con una pizca de sexo, sin exagerar. Quiero que sea un documento, el reflejo de la vida; quiero que plasme la dignidad y el sufrimiento de la humanidad.
- Con una pizca de sexo.
- Bien, con una pizca de sexo.

LeBrand, Sullivan y Casalsis, en la delirante escena inicial.

Sullivan está convencido de que si complaciera al público seguiría haciendo películas del Oeste y folletines... "y nos haríamos ricos", le replica oportunamente LeBrand. Le atraen las posibilidades sociológicas y artísticas del cine. Quiere hacer algo grande que enorgullezca al estudio y que pase a la historia. Casalsis le abre de repente los ojos: "¿Qué sabes tú de problemas? Quieres hacer una película sobre pobres, miseria y basura. ¿Qué sabes tú de basura? ¿Cuándo comiste basura?".
John Lloyd es un tipo honesto y reconoce que no tiene ni idea, pero lejos de hacer caso a sus productores (ellos están empeñados en que dirija "Hormigas 1941"), su decisión es un compromiso absoluto: se convertirá en un pobre con el vestuario del estudio y llevará sólo diez centavos en el bolsillo para lanzarse a recorrer mundo y comprobar cómo se sufre allí afuera.
Pese a esta sorprendente decisión, con la que pretende dar un giro a su carrera, nuestro personaje es un tipo manipulable. Se casó con una mujer a la que no quería, tal vez por imposición del estudio o por falta de personalidad para rechazarla, y ahora, una vez separados, sufre cada vez que le llama por teléfono. Esa conciencia que le dicta ahora, con fuerza, qué tipo de película quiere hacer ("Oh, brother, where are thou?", algo así como "Oh hermano, ¿dónde estás?") no ha podido impedir que los productores -quienes le llaman cariñosamente "Sully"- le den la razón y le engañen al mismo tiempo como si fuera un idiota. En posteriores secuencias se aprecia su dificultad para hacerse valer ante la gente.
No en vano, es un hombre que no ha sufrido en su vida. Procede, a buen seguro, de una familia de clase alta, que se pudo permitir el lujo de enviarlo a una universidad. Estudiar no debía ser su vocación, así que apostó por el cine, oficio para el que sí tenía grandes aptitudes. A lo largo de la película comprobamos que su fuerte no es el intelecto, aunque sospechamos que le gustaría ser aquello que no es: comprometido socialmente y culto.
En su mansión, Sullivan se prueba diferentes ropajes para parecer un vagabundo. A su mayordomo Burrows (Robert Greig) no le gusta la idea y también procura abrirle los ojos. "Los pobres ya saben lo que es la pobreza. Sólo a los ricos morbosos les encandilará el tema". La miseria no es la falta de algo, como piensan los millonarios, sino una plaga. "Hay que huir de ella, incluso para estudiarla", le advierte.
No ha podido digerir aún lo que le ha dicho su mayordomo, cuando los productores y el jefe de prensa del estudio, el inclasificable señor Jones (William Demarest), irrumpen en su casa para felicitarle por la idea: van a publicitarla para que la conozca todo el mundo. Una caravana le seguirá a cierta distancia con adecuado personal y todo lujo de detalles para sobrevivir. "Yo estoy buscando apuros y no los encontraré con ese numerito siguiendo mis pasos... al menos no los apuros que pretendo encontrar", protesta.

John se prueba el disfraz de vagabundo ante su ayuda de cámara.

La expedición se pone en marcha y el resultado es ridículo para Sullivan, que, con su hatillo al hombro, camina por la carretera diez metros por delante de la caravana, en la que conviven una secretaria, un periodista, un telegrafista, un médico, un cocinero, un conductor y Jones, el responsable. La situación se dispara con la repentina aparición de un niño que conduce lo que en principio se asemeja a una tanqueta de juguete; el cineasta se sube al vehículo, que sale disparado a gran velocidad y provoca el caos en el vehículo que les sigue. Sulllivan les propondrá finalmente un trato: que se pierdan durante dos semanas por el país sin decir nada a los jefes, y ya se verán en Las Vegas.
Su primera experiencia real le deja insatisfecho. No son las emociones que esperaba encontrar. Se ha alojado en casa de dos hermanas, que le dan comida y cama a cambio de pequeños trabajos. Una de ellas, viuda (la foto de su marido cuelga en el salón y su semblante se torna grave y enfadado conforme observa las intenciones lascivas de ella), se le insinúa con cierto descaro, por lo que decide fugarse. Antes descubrirá algo que le deja estupefacto: en el cine, los espectadores de ese pueblo no son como los que acuden a los estrenos en Hollywood; roncan, comen ruidosamente, berrean, pitan con silbatos y hablan sin respetar la película.
Un camionero le lleva en autostop y cuando despierta se encuentra en su punto de partida, en Hollywood. Pese a sus harapos y a no llevar más que diez centavos en el bolsillo, Sullivan ya se ha olvidado de su papel de vagabundo. Una chica (Veronica Lake) le invita a un desayuno más completo que el café y el bollo que se ha pedido y enseguida siente lástima por ella; ha intentado probar fortuna en el cine pero ni siquiera ha llegado a entrar en un estudio.
- Lo siento.
- ¿Quién siente lástima por quien? ¿Te invité yo a desayunar o me invitaste tú?
- Me gustaría devolverte el favor.
- Muy bien, págame con una recomendación para Lubitsch.
- Tal vez pueda hacerlo. ¿Quién es Lubitsch?
La chica es lo más parecido a un pobre que ha podido ver en días. Y es ella quien mejor le describe el efecto de sus películas, cuando le pregunta por su éxito "Tonteando en el granero", sin advertirle que él la dirigió: "Es una tontería, pero maravillosa", dice mientras se ríe por primera vez. Sullivan insiste y se lleva otra decepción al contarle que antes de vagabundo fue un director "de películas educativas"; ella mira su aspecto y le replica que no le extraña entonces que haya acabado en la miseria.
Cuando la pareja acaba en la cárcel por la acusación de robar el coche de Sullivan, éste da por terminada su actuación y vuelve a ser el millonario director de cine, seguro de sí mismo, mordaz e irónico. "Qué hace vestido asi?", le interroga el policía al conocer su verdadera identidad. "Acabo de pagar a Hacienda", replica Sully. El experimento le ha desencantado, pero al menos ha conocido a una mujer interesante a la que quiere ayudar... O más bien al revés, ya que ella pretende seguirle en su experimento y viajar juntos como una pareja de vagabundos.

La pareja, ante la piscina de la mansión de Sullivan.

Sullivan, como muy bien le describe la chica, no sabe nada de la vida, no tiene ni idea de cómo conseguir comida y ni siquiera es capaz de salir de la ciudad. Sus dos sirvientes se encargan de encontrarle un tren de mercancías que admita vagabundos para reanudar la aventura. Dentro del vagón, dos mendigos observan con curiosidad a la pareja, que hablan un lenguaje diferente. Cuando John les pregunta, para romper el hielo, qué opinan sobre el desempleo, los dos hombres se marchan asqueados. Es una elocuente escena acerca de la infranqueable barrera que el millonario no va a poder superar, la diferencia entre un ropaje auténtico y un disfraz de atrezzo y, sobre todo, la diferencia entre un individuo que ha decidido convivir entre la miseria con una preocupación social digna de un snob. Los mendigos no se pueden permitir el lujo de tener conciencia social o de pensar en el paro, sólo en sobrevivir cada día.
El vagón conserva aún el olor de una piara de cerdos, que le dan alergia a Sully y a la chica le recuerda el hambre que tiene. En realidad se lo pasan bien, porque saben que es una experiencia que terminará en pocos días. "Muchas chicas, si les hicieras dormir en una pocilga y no les dieras desayuno, no se lo tomarían bien", observa ella. El azar les lleva a bajarse en marcha ante una cafetería, donde el dueño se apiada de ellos, y el azar quiere que eso sea la entrada de Las Vegas, donde el director había quedado con todo el equipo de la caravana. La pareja hace trampas y se toma un respiro durante unos días; a él le sirve para cuidar ese resfriado que ha pillado y para darse cuenta de que la vida real le da la espalda.
- Es curioso que siempre tenga que volver a Hollywood o a esta caravana, como si me atrajera la ley de la gravedad. Como si una fuerza dijera: ¡Vuelve a lo tuyo! Tu lugar no está en la vida real, ¡impostor!".
Una vez repuesto, prosiguen la aventura cogidos de la mano, temerosos ante lo desconocido, ante las miradas, indiferentes a veces, otras sorprendidas, de los mendigos que habitan en los arrabales. Duermen con ellos, se duchan en los baños públicos, rebuscan por la basura, asisten a charlas soporíferas -e incomprensibles para los pobres-, de una hermandad de la caridad a cambio de comida gratis, duermen hacinados como ganado en grotescas posturas... Sturges elige el silencio, como si fuera un homenaje al cine mudo de Charles Chaplin y su entrañable figura de vagabundo, para retratar estas situaciones.

La película contiene referencias al cine de Chaplin. 

Llega un momento en que les resulta insoportable seguir en esa miseria y regresan a Hollywood. La expedición ya ha terminado, pero Sullivan repartirá por la noche unos cuantos dólares entre los pobres. Será una limosna suculenta, una especie de recompensa por los servicios prestados que, sin ellos saberlo, le han brindado durante tantos días. Parece el desenlace de un argumento clásico del cine de Capra, en el que la bondad y la esperanza se imponen por encima de la tragedia. Pero Sturges no tiene la misma visión social que su colega.
La comedia se convierte en drama. Mientras reparte por la calle los billetes de cinco dólares, un mendigo sigue sus pasos y le golpea para arrebatarle todo el dinero y sus zapatos; luego oculta el cuerpo del director en un vagón, pero cuando huye por las vías muere arrollado por otro tren. A Sullivan le dan por muerto porque en el cadáver del vagabundo se descubre la documentación del cineasta. Pero él se encuentra bien lejos, desorientado porque ha perdido la memoria debido al golpe.
La situación ya no es una broma. Por primera vez le tratan con la crueldad que se emplea con los verdaderos mendigos: un jefe de estación le golpea y le humilla cuando lo descubre en el tren de mercancías; él, confuso aún y con la cabeza dándole vueltas, devolverá los golpes, lo que le lleva a ser arrestado por agresión; en el juicio no se entera de nada, parece estar en una pesadilla; el juez le condena a seis años de trabajos forzados por lo que es: un "sin techo", sin papeles y sin nombre, porque Sullivan no consigue recordar ni cómo se llama. Está viviendo finalmente el lado más oscuro de su idealizada experiencia.
La chica tenía razón cuando le advertía de que no sabía valerse por sí mismo. En la tenebrosa prisión, en medio de un pantano, John actúa como un auténtico novato, incapaz de adaptarse a ese drama aunque sólo sea por una mera cuestión de supervivencia. El sheriff Jake (Al Bridge) se ensañará con él de manera brutal y sólo Trusty (Jimmy Conlin), un veterano presidiario, evitará una tragedia mayor. Pero John es demasiado ingenuo, carece de picardía y de ese instinto de conservación que jamás había necesitado desarrollar en su mundo.

Sullivan y Trusty no pueden parar de reír al ver a Pluto en acción.

La escena más reveladora de la película, y que merece ser recordada siempre en la historia del cine, transcurre en una iglesia evangélica. El reverendo y sus fieles, todos ellos negros, ceden su templo para que los presidiarios puedan ver con ellos una película, privilegio que el brutal Jake consiente hacia los reos porque, como dice Trusty, "él tampoco es mala gente". Se trata un corto de Walt Disney ("Playful Pluto") y al instante comienzan a oírse sonoras carcajadas en la iglesia. Todos, los presidiarios, incluido el sheriff, los fieles y el propio Sullivan no pueden parar de reír ante las increíbles torpezas de Pluto.
El momento es magistral. Sturges nos muestra en primer plano los rostros de cada uno de los condenados, que son una estampa momentánea de la felicidad absoluta. Contagiado por esa explosión de alegría liberadora, John entiende por fin que el verdadero cine social no es el que disfraza la realidad bajo el prisma de la gente acomodada como él, sino aquel que sirve a la sociedad para pasar un rato agradable o inolvidable. Para los presos, individuos que viven en penosas condiciones, el pase de una película cómica es lo mejor que les va a pasar en mucho tiempo.
Sullivan ha despertado por fin; su cerebro busca una solución inmediata, porque no está dispuesto a esperar seis años de infierno. Al conocer que le han dado por muerto, se le ocurre que la única manera de que sus amigos se enteren de que está vivo es apareciendo en un periódico; y la mejor forma es declararse culpable de su propia muerte.
Cuando John Lloyd Sullivan regresa a su mundo, ya tiene claro lo que va a hacer: olvidarse de ese drama que quería filmar ("Oh brother, where are thou?"), a pesar de que sus productores se están frotando las manos ante la perspectiva de un taquillazo colosal. La publicidad de todo lo que le ha ocurrido al director sería una garantía absoluta de éxito. Pero Sully, que ha madurado en unos meses más que en toda su vida, quiere rodar una nueva comedia. Es demasiado feliz (al lado de la chica) como para acometer una tragedia y, además, "no he sufrido aún lo suficiente", les aclara.

"Hacer reír tiene mucho mérito. ¿Sabíais que es lo único que tiene mucha gente? Es poca cosa, pero es mejor que nada en este mundo de locos"
  
Las carcajadas de los presidiarios y de la gente corriente se funden con los títulos finales. Sturges ofrece un hermoso homenaje a su propio cine (y al de Chaplin, Keaton, Mack Sennett, Disney y tantos otros cineastas que emplearon su talento para hacer felices a los demás). El director filma una comedia disfrazada de drama para que entendamos que lo que necesitan los miserables, los pobres o los desamparados es la risa, no el cine social.

La película
- La sintonía entre Preston Sturges y Joel McCrea comenzó cuando el director se le acercó un buen día para ofrecerle un papel que había escrito expresamente para él. "Nadie escribe un papel para mí; se los escriben a Gary Cooper y yo hago los que él rechaza", contestó con asombrosa sinceridad.
- El actor era consciente de que no tenía una fuerte personalidad en la pantalla y por eso se llevó muy bien con Sturges, porque "podía hacer cualquier papel, podía hacer de Sturges, podía hacer de mí mismo", según revela el libro de Ángel Comas "Lo esencial de... Preston Sturges".
Lake, McCrea y Sturges.
- Veronica Lake estaba embarazada de seis meses cuando se puso a rodar la película, aunque lo llevó en secreto durante mucho tiempo. La diseñadora de vestuario Edith Head le procuró vestidos apropiados para ocultar todo lo posible su estado y el público no se dio cuenta, pese a que al terminar la película le faltaba un mes para dar a luz. Que no luciera su estilizada figura y su habitual sensualidad fue una de las causas del relativo fracaso del film. La película obtuvo, en general, muy buenas críticas entre la prensa especializada.
- El drama social que el personaje de Sullivan quería filmar en la ficción se titulaba "Oh brother, where are thou" y es el título original de la película que los hermanos Coen realizaron en 2000, recortado finalmente a "O Brother!" (2000), como homenaje a Preston Sturges.
- "Los viajes de Sullivan" está considerada como la antítesis de las comedias morales de Frank Capra, en especial su "Juan Nadie", rodada el mismo año. No obstante, el crítico André Bazin sostuvo años después que no había tanta diferencia entre Sturges y Capra en sus pretensiones sociales y que el final feliz de "Los viajes de Sullivan" anulaba precisamente su mensaje.
- Sturges cita a modo de homenaje a dos directores en la película: a Lubitsch, por el que la chica siente especial admiración, y a Frank Capra, por quien los productores de Sullivan parecen sentir especial aversión.
- El director también rinde su particular tributo a un cine más antiguo: las escenas de la prisión recuerdan a "Soy un fugitivo" (1932, Mervyn LeRoy) y apreciamos continuas referencias a Charlot, el personaje de Chaplin, y a las películas del "slapstick".
- La NAACP (Asociación Nacional para el Progreso de la Gente de Color) felicitó a Preston Sturges por el respetuoso tratamiento que éste hizo en la película de la población negra.

domingo, 13 de febrero de 2011

Araminty Brown

(Anne Revere, "Fuego de juventud")

La maravillosa señora Brown.

"Fuego de juventud" ("National Velvet", 1944) de Clarence Brown, es una excelente película que, a simple vista, parece realizada con el propósito de lanzar la carrera de Liz Taylor y relanzar la de Mickey Rooney. Ella, con apenas doce años, se convirtió en una nueva estrella infantil, mientras que el actor trataba de quitarse la etiqueta de adolescente para acomodarse en papeles más maduros. Ambos están magníficos, pero la protagonista más fascinante de este film es la extraordinaria Anne Revere, que encarna, para mí, a la madre más inolvidable de la historia del cine.
Ese rol matriarcal no era nuevo para ella y a lo largo de su carrera lo repitió en diversas ocasiones. Fue la madre de Gregory Peck en "La barrera invisible", de John Garfield en "Cuerpo y alma" y de Jennifer Jones en "La canción de Bernadette". En 1951 se acogió a la Quinta Enmienda y rehusó testificar ante el tenebroso Comité de Actividades Antiamericanas. Sin duda, un gesto muy acorde con la honestidad e integridad que transmitió a muchos de sus personajes, pero, como represalia, Anne Revere estuvo veinte años sin poder actuar en el cine.
En "Fuego de juventud" es la madre de Velvet (Elizabeth Taylor), Edwina (Angela Lansbury), Mally (Juanita Quigley) y Donald (Jackie "Butch" Jenkins, otro ídolo infantil que a los once años dejó para siempre el cine). La señora Araminty Brown, que ayuda a su esposo en la carnicería y lleva las cuentas del negocio y de la casa, no necesita alzar la voz para imponer su juiciosa autoridad a sus hijos. Cuando aparece en pantalla, durante la cena familiar a la que ha sido invitado el joven vagabundo Mi Taylor (Mickey Rooney), ella sólo habla cuando es necesario. Basta un gesto suyo para que el pequeño Donald ponga fin a sus protestas, lo que su marido, Herbert Brown (un magnífico Donald Crisp) no había conseguido pese a sus reprimendas.
Es una mujer con un extraordinario sentido de la justicia y de la honestidad; posee un trato firme pero tan agradable y flexible que no necesita establecer normas estrictas. Su rostro parece duro, pero transmite dulzura cuando sonríe o mira a los ojos. Y su manera de hablar, pausada, lánguida y cordial, impide cualquier atisbo de tensión familiar.
Durante ese momento de la cena se aprecia que sabe perfectamente lo que tiene que hacer en cada momento por el bien de todos. A su marido le advierte que Edwina ha salido por primera vez con un chico y, por ello, no debe burlarse de su hija; ella es la primera en darle de comer a escondidas al perro, una práctica que todos repetirán, incluido el propio Herbert, pese a que éste lo ha prohibido, como una norma familiar que nunca se cumple. Quizá porque, por encima de las normas, está el sentido común, más acorde con la personalidad de Araminty.
La señora Brown comprende de inmediato que Velvet siente simpatía por aquel joven, a cuyo padre ella conoció tiempo atrás, y cuando está a punto de marcharse para seguir su camino le ofrece que duerma esa noche en el establo. "El chico no debe viajar de noche, señor Brown". Lo mejor de todo es la forma que tiene de decirlo: es una sugerencia más que una orden y nadie la discute. Cuando observa a Herbert para recibir su aprobación, su mirada es abierta y sincera, dejando claro que ni ella ni él se están desautorizando. (A lo largo de la película comprobamos que sus opiniones siempre prevalecen, pero ella jamás se jactará de ello). Sus ojos se vuelven hacia el chico para ofrecerle, de nuevo, el pastel que antes había rechazado y que ahora sí va a probar. La escena es un prodigio de interpretación de Anne Revere por la naturalidad de sus gestos, su mirada y la armonía que transmite.

La señora Brown atiende a su impetuosa hija.

La felicidad de los suyos es su propia felicidad. Observa complacida cómo Edwina entra en casa medio hechizada por el primer beso que ha recibido. A su sorprendido marido le da las explicaciones justas: "Un chico. Está en la edad, no le digas nada". Su sentido de la justicia es notable: Herbert acepta contratar a Mi Taylor para que le ayude, pero propone pagarle siete chelines. "Diez chelines es lo justo, tiene que vestirse y tiene que ahorrar", le aclara.
A menudo son pequeños detalles los que avalan la perfecta actuación de Revere. En su habitación, mientras se peina durante un buen rato, con una paciencia exquisita, atiende a la inquieta Velvet con pasmosa tranquilidad y, sin mirarla siquiera, le aparta las manos para que no se coma las uñas: es un gesto de madre, un gesto de gran actriz.
La señora Brown es discreta pero siempre está al tanto de lo que ocurre. En ocasiones parece una mujer de enorme sabiduría. Entiende que a su marido no le gusta el chico, pero no se pone a discutirlo. Ella nunca discute, solo expone sus puntos de vista, que se imponen por ser los más adecuados.
- ¿Puedes garantizarme que en él no hay algo de mentira y trapicheo?
- Por supuesto que lo hay, pero la bondad no tiene sentido si no hay algo de maldad que superar.
Y dicho eso, sonríe mientras él la acaricia con cariño. Herbert sabe que su esposa tiene siempre las respuestas más adecuadas para sus dudas.
Otro de los rasgos extraordinarios de esta mujer es, como decía antes, su flexibilidad para afrontar todas las situaciones. Ella lo observa todo con desapasionada atención y cuando llega el mejor momento emite un juicio razonable. Y a pesar de su mesura, prudencia y exquisitez en sus opiniones, incluso la insensatez y algunos gramos de locura tienen cabida en su abierta mente.
Velvet ha inscrito a su caballo Pie (de Piebald) en el Grand National, la prueba hípica más importante en el Reino Unido. Lejos de reprocharle que haya actuado por su cuenta, o de calificar como un disparate su sueño, la madre quiere saber lo que costará la inscripción y todas las condiciones para participar en la carrera. "Dime, Mi, ¿qué hay de malo en una locura?", le replica al chico, que sí se ha escandalizado ante la idea.
A su hija le enseña en el desván recortes de prensa de cuando ella era una joven nadadora y quiso cumplir el sueño de cruzar el Canal de la Mancha. Araminty piensa que todo el mundo tiene derecho a cometer una locura en su vida, como ella lo hizo en su juventud. "Pronto empiezas a soñar. Recuerda, Velvet, que ese sueño debe durar toda tu vida", le anima, poco antes de entregarle el dinero que ella ganó años atrás como premio al cruzar el canal.

Liz Taylor y Mickey Rooney, en una escena de la película.

De repente, en apenas un minuto, le da a su hija una lección magistral sobre la vida. Es un discurso sencillo, pero emotivo y profundo a la vez. Es un maravilloso regalo que le brinda con absoluta naturalidad:

"Ganar o perder es lo de menos, lo que cuenta es cómo lo tomes; saber cuándo hay que abandonar, saber cuándo hay que pasar a lo siguiente. Todo tiene su momento, Velvet. Disfruta de cada cosa, olvídala y pasa a la siguiente. Hay tiempo para todo. Tendrás tiempo para que tu caballo participe en el Grand National, para enamorarte y para tener hijos. Incluso para morir. Todo por su orden y en su momento".

El chico se encarga de viajar a Londres para pagar la inscripción. Es una prueba de confianza, porque Herbert no se fía de él y da el dinero por perdido. En realidad, tiene motivos para ello: Mi Taylor está a punto de quedarse con las cien libras y desaparecer, pero en una taberna de la capital, medio borracho y en compañía de dos timadores, recuerda la fe que le han mostrado Velvet y su madre y decide cumplir con su obligación.
En los momentos dramáticos, -uno cada diez años, como explica el padre-, Araminty mantiene la serenidad de manera admirable. El caballo ha enfermado gravemente y Velvet está desesperada, porque sólo Mi puede ayudar al animal en el establo. La señora Brown simplemente está ahí, despierta en el salón, esperando acontecimientos, sin preguntar ni incordiar. Juega a las cartas o hace labores de hogar durante toda la noche. "Vete a la cama, señor Brown, la tragedia puede rondar la casa sin tu ayuda", le dice a su impaciente esposo.
Pie se recupera por la mañana temprano y la chica está exultante de alegría. No ha dormido nada, no ha desayunado, pero decide marcharse al colegio pese a estar tan cansada, sin dar tiempo a la reacción de sus padres. Herbert protesta cuando se marcha y le pregunta a su mujer por qué le ha dejado irse así. "Volverá dentro de media hora. Hoy es sábado y no hay colegio", replica sonriente.
Velvet y Mi se marchan rumbo a Aintree, cerca de Liverpool, para participar en la carrera. Ambos rechazan a un jinete altivo y engreído porque se dan cuenta de que no va a sentir ningún afecto por el caballo y no habrá química entre ellos. Mi, que había ocultado en secreto su doloroso pasado de jockey, llega a plantearse superar sus miedos para participar en la carrera, pero será la chica quien le sorprenda con la idea de hacerse pasar por chico y montar a Pie. Velvet participa y gana el Grand National, pero, cuando se descubre que es una chica, es descalificada. A pesar de ello, se convierte en una celebridad nacional por la hazaña que ha conseguido.

La madre, orgullosa del sueño cumplido de su hija.

Frente a las manifestaciones de euforia de vecinos y familiares, la madre recibe a su hija con serenidad y orgullo. Empiezan a llover las ofertas para convertir a Velvet y al caballo en una gran atracción de todo el país. Y el padre comienza a soñar con hacerse millonario.
- ¿Necesitamos el dinero, señor Brown?
- ¿Debo entender que a ti no te interesa el dinero, señora Brown? A mí no me gusta la gente ambiciosa, pero tampoco hay que despreciarlo.
- No es bueno ganar dinero deprisa.
Araminty llama a Velvet para que hable con su padre, que le explica la oferta más llamativa, ir a Hollywood para rodar una película. La señora Brown no dice nada, sólo le da vueltas al café con su cucharilla mientras escucha con la mirada ausente. La niña replica al instante, ante la desesperación de Herbert, que no quiere ver a su caballo convertido en una atracción de feria. La señora Brown está callada, sin gesto de triunfo ni de decepción. Está tan segura de su hija que la reacción de Velvet ni le sorprende ni le conmueve, al menos en apariencia.
Es otra escena de soberbia interpretación, que ella misma da por zanjada cuando envía a la niña a su habitación... no sin antes recordarle que tiene que ponerse el aparato bucal para corregir sus dientes. Una madre siempre tiene en cuenta esos domésticos detalles aunque se esté hablando de algo tan trascendental como ganar 5.000 libras o un futuro esplendoroso. Cuando la chica se marcha, Herbert le pide explicaciones a su esposa. No entiende que se desperdicie una fortuna por no exhibir un caballo. Su respuesta le deja sin palabras:

"Esa es la eterna duda, señor Brown: Hacer el mal por una buena razón o el mal por una mala razón".

Araminty y Herbert se llaman al final por sus nombres de pila.

Mi Taylor decide seguir su camino y abandona el hogar de los Brown. Será la madre quien le explique de nuevo a Velvet que todo tiene su momento, como hizo en el desván, y que el chico ha decidido pasar página para ser feliz. La forma en que se lo explica deja satisfecha a la niña, que va en busca de Mi para despedirse. Por primera vez en la película, el señor y la señora Brown se llaman por sus nombres de pila, como si fuera un grado más de cariño que fortalece su amorosa relación.
Todo tiene su momento en la vida, pero reconozco que esta película, didáctica sin sermones, positiva sin cursilería y hermosa sin ser empalagosa, ha formado parte de mi vida (y a buen seguro de la de muchísimos aficionados al cine), en muchos momentos, no sólo en uno.

La película
- "Fuego de juventud" está basada en la novela "National Velvet" que la escritora Enid Bagnold publicó en 1936, ocho años antes de la película.
- El productor Pandro S. Berman creía que Liz Taylor no era la joven apropiada para ese papel por su escaso desarrollo físico. La actriz tuvo que realizar un adecuado plan de ejercicios para complacerle.
- Shirley Williams, futura baronesa y miembro del Parlamento británico, fue una de las que hizo una audición para el papel de Velvet Brown. Gene Tierney y Susanna Foster también fueron tanteadas para ese papel.
- El American Film Institute la eligió en 2008 la novena mejor película del género del cine deportivo y la número 24 en la lista de las películas más inspiradoras (por los valores que transmite) de todos los tiempos. Esa última lista está encabezada por "¡Qué bello es vivir!" y "Matar un ruiseñor".
- Anne Revere ganó el Oscar a la mejor actriz de reparto por su papel de la señora Brown. En dos ocasiones más fue nominada para este premio.
- En 1979, Mickey Rooney fue uno de los protagonistas de "El corcel negro", muy similar a "National Velvet". Un año antes, Tatum O'Neal protagonizó "Doble triunfo", que también está muy influenciada por el film de Clarence Brown.
- Anne Revere fue una de las víctimas de la famosa "lista negra" de la Caza de Brujas hollywoodiense, por lo que no pudo volver a trabajar en el cine hasta 1970. Su carta de dimisión al Sindicato de Actores es un gran ejemplo de honestidad, de dolor por el daño causado y también de esperanza.

sábado, 12 de febrero de 2011

Fernando Galindo

(José Luis López Vázquez, "Atraco a las tres")

Galindo y sus compañeros de oficina.

"Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo"

Cuando leo la cantidad de teorías, métodos y tratados que existen sobre la profesión de actor -todos, por cierto, muy respetables-, no puedo dejar de pensar en José Luis López Vázquez. No creo que fuera el mejor intérprete del mundo, pero era tan profesional que jamás dio importancia a lo que hacía. Como otros muchos compañeros de profesión, en sus comienzos decidió buscar un rasgo cómico que le identificara mejor ante el público y eligió una manera de hablar peculiar, desmenuzando las frases en sílabas de forma muy enfática, lo que se convirtió en una de sus señas más características.
Creo que nunca necesitó psicoanalizar a sus personajes ni sesiones de meditación ni técnicas específicas para abordar un determinado papel. López Vázquez pertenecía a una generación que tomaba la actuación como un mero oficio. Las consideraciones artísticas, intelectuales y míticas de su trabajo las dejaba para los demás. (Para saber más sobre su humidad y sobre su desapasionada relación con el cine, recomiendo la biografía autorizada de Luis Lorente, titulada exactamente "José Luis López Vázquez").
Sin embargo, con este actor disfrutas realmente, al margen de la calidad que tenga la película. En "Crónica de nueve meses" (1967, Mariano Ozores), interpreta a un marido que está harto de los falsos embarazos de su esposa y ya no se fía de nada, por mucho que la tripa de Julieta Serrano sea cada vez más abultada: Su presencia en esa película es para mí absolutamente memorable, lo que confirma, como decía Howard Hawks, que a menudo el cine es un puñado de buenas escenas, más que un puñado de buenas películas.
"Atraco a las tres" (1962, José María Forqué) es precisamente eso, una sucesión de buenas escenas, interpretadas por un conjunto de actores y actrices irrepetibles. Si a esto le añadimos un guión afortunado y la dirección de un cineasta versátil y con talento, tenemos una de esas pequeñas joyas del cine español que se revalorizan con el tiempo.
López Vázquez es Fernando Galindo, el cajero de cuentas corrientes del Banco de los Previsores del Mañana, que no está a gusto con su trabajo. Todos los días ve pasar el dinero por delante de sus ojos, toca los billetes con sus dedos y sueña con ser millonario. Es un tipo insatisfecho, cansado de la monotonía laboral, de su vida gris y de esa sociedad española tan triste, mustia y llena de frustraciones, como nos muestra con acierto -y salvando la censura- esta película. Una sociedad franquista en la que el director general (José María Caffarel) es como un virrey, a quien sigue de manera servil y rastrera gente como Prudencio Delgado (Manuel Díaz González), el agrio y odioso subdirector que va a ocupar el cargo del generoso, afable y capriano don Felipe (José Orjas). "¡Qué sorpresa tan agradable, señor director general! ¿Se encuentra bien, señor director general? Tiene buen aspecto. ¿Y su augusta madre? ¿Y su bella y distinguida esposa?". "Póngame a sus pies, señor director general".
Frente a ese servilismo tan grotesco y caricaturizado, Galindo actúa con un desdén que apenas disimula. Se ha quedado a dormir en la oficina porque le faltan nueve céntimos para cuadrar las cuentas, pero no va a poder cobrar horas extras por la escrupulosa aplicación de las normas de don Prudencio. "Y luego quieren que no haya revoluciones", murmura el cajero. De mala gana atiende a doña Vicenta (Rafaela Aparicio), que acude a ingresar, como siempre. Y él, también como siempre, utiliza su humor socarrón, en este caso con clara referencia a la política franquista.
- ¿Qué?¿Va bien la vaquería?
- No puedo quejarme, cada vez hay más clientes.
- Y menos vacas, pero mientras sigan haciendo pantanos...

Galindo atiende con desgana a doña Vicenta.

A otro pobre hombre que trata de ingresar una cantidad más modesta lo tiene esperando hasta que Enriqueta (Gracita Morales) termine de relatar lo que ha ocurrido en el despacho: que don Prudencio ha sido elegido director de la sucursal. Es lo que necesitaba Galindo para expresar ante sus compañeros y ante el depuesto director lo que llevaba tiempo ocultando. "Estoy harto de levantarme a las siete de la mañana, de trabajar como un esclavo, de que pasen millones por mis manos sin que le den a uno tiempo de saborearlos; en una palabra, señor director: me he cansado de ser pobre".
Cuando Galindo, que ha debido leer muchas novelas policíacas y habrá visto mucho cine negro, revela que tiene planeado atracar la sucursal y dar "par-ti-ci-pa-ción en el negocio", don Felipe no sabe si está loco o es un sinvergüenza, y los demás se quedan asombrados. Tan obsesionado está con su plan, que empieza a soñar con un futuro en la Costa Azul y en las pistas de esquí de Chamonix. Incluso acude, con el conserje Martínez (Cassen) a probar un Mercedes de lujo en un concesionario. En su delirio de próximo millonario, al encargado (que Martínez confunde con un ministro) le preguntará si acepta divisas.
Desde un punto de vista sociológico, la película refleja la imagen de un país que estaba inmerso en una política liberalizadora de la economía (la sucursal bancaria sería el símbolo), aunque queda todavía el recuerdo de la dura posguerra. Es muy elocuente la escena del hospital: el conserje está tumbado en la cama, recién operado de apendicitis, satisfecho ante la bandeja de pollo asado con patatas, mientras que sus compañeros no pueden apartar la mirada de la comida hasta que deciden arrebatársela.
Todo el plan del atraco quedaría en una simple rabieta de Galindo si no fuera porque los demás compañeros también empiezan a soñar con una vida mejor. En breves pinceladas comprobamos cómo Cordero (Agustín González) sufre porque su novia se distancia de él, ya que no tiene dinero para casarse; Benítez (Manuel Alexandre) y Castrillo (Alfredo Landa) callejean sin rumbo porque están sin blanca; y a Enriqueta le vienen a embargar el televisor que sirve de entretenimiento para todos los vecinos. Esa noche todos acuden a casa de Galindo para conocer sus intenciones.
El disparate de la trama arranca cuando, como cerebro de la operación, les explica que lo primero a tratar no es el plan, sino el reparto de beneficios, porque "antes de hacer un atraco hay que saber lo que necesita cada uno". De las peticiones modestas pasan a las más lujosas, hasta que Galindo se harta cuando Benítez llega a pedir "un cortijo...¡con toros!". Lo bueno de su personaje es que combina diferentes actitudes de una manera magistral. Cuando recibe a sus compañeros está radiante y feliz, pero eso no le impide tratar a Martínez según su cargo: "Aparta, conserje", le dice cuando éste no para de colocarle bien el abrigo. Se ilusiona, se impacienta, sonríe abiertamente, habla con vehemencia, se indigna... Creo que actúa más al dictado de su instinto que del guión.
Por la mañana aparece por el banco la vedette Katia Durán (Katia Loritz), dispuesta a hacer un fuerte ingreso de dinero, y entonces surge el otro López Vázquez, también reconocible: zalamero, baboso y seductor a la española, siempre embobabo, con la mirada perdida en las piernas de esa bella mujer y bien cargado de réplicas y equívocos que pretenden ser ingeniosos. "¿Y cuántas piernas... digo pesetas, anotamos como primera imposición?".
Si el antipático don Prudencio se mostraba servil con su superior, Galindo lo hace con esta escultural mujer, que parece colmar todos sus sueños. "Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo", se despide con exagerada devoción.

Los protagonistas le quitan la comida a Martínez en el hospital. 

El cajero ejerce su papel de cabecilla del grupo con cinéfila o novelesca precisión, pero con tremenda torpeza, digna de sus compañeros. "Evitad cuestiones personales", dice solemne para zanjar una discusión. Cuando elige quiénes serán los protagonistas del robo, a Castrillo le nombra atracador y conductor del coche, pese a que no sabe conducir. Siempre lleva la voz cantante, es quien decide qué hacer con el pico de dinero que sobra tras el reparto (para la jubilación de don Felipe), cómo pintar el coche alquilado o en qué momento hay que ensayar. Y no permite frivolidades entre compañeros, como el coqueteo entre Enriqueta y Benítez. "¡Basta! Ya está bien, que hemos perdido demasiado tiempo. ¡A ensayar! A ver, los a-tra-ca-do-res, ¡a alinearse!", les ordena como si fuera un sargento.
El ensayo es un desastre que se remata con un golpe exagerado en su cabeza por parte del conserje. Galindo se queda inmóvil en el suelo, con las gafas desencajadas y una cómica mueca de dolor, como si estuviera muerto. A la mañana siguiente, una venda cubre su calva. "Esto es que me he caído por la escalera. ¿Qué pasa? ¿No puede caerse uno por la escalera?", le explica con chulería a don Prudencio, que no hace más que mirarle la herida. Galindo nos cae especialmente bien, entre otras razones, porque es capaz de enfrentarse a sus superiores con valentía, al contrario que sus compañeros, aunque le pueda costar muy caro. Así, cuando el subdirector le recuerda que es él quien manda en la oficina, el cajero le replica con firmeza: "Hasta el día 13 usted no es director de nada". Toda una lección para el resto de empleados, sobre todo para Martínez, preocupado por el brutal golpe que le dio en la cabeza.
- ¿Qué metió en el calcetín? ¿Plomo?
- Arena, ¡pero es que eres un bestia, qué manera de sacudir!
En la escena más floja de la película, Galindo acude al club donde trabaja Katia para informarle de la transferencia. Allí está también Tony (Alberto Breco), el gángster amante de la vedette, que quiere el dinero que ella ha ingresado. El cajero calvo y bajito intenta mantener la dignidad a duras penas. Luego se queda a solas con ella, cenan y beben champán. Galindo es un títere a manos de Katia, incapaz de besarla siquiera, ingenuo e infeliz, porque hasta le va a contar los planes del atraco y la llegada al banco de veinte millones de pesetas. Un error fatal, como se verá más adelante.

Galindo, embobado en el cabaret donde actúa Katia.

Tras pasar toda la noche fuera de casa, llega al día siguiente tarde a la oficina, pero radiante, enamorado, con una flor en su ojal y una alegría inusual. Lanza el sombrero con precisión hacia el perchero, saluda chasqueando los dedos y hasta tiene palabras amables con don Prudencio. "He venido dando un paseo. Ya vuelven a florecer los árboles y los pájaros trinan en sus nidos. Yo también seré pájaro y volaré. ¡Alegre esa cara, don Prudencio, que ha llegado la primavera!". Éste le informa de que ya es el nuevo director y la cara de Galindo se torna seria y resignada.

- Ya ni trinan los pájaros ni vuela nadie ni florece nada de nada. Enseguida me pongo a trabajar, señor director de la sucursal.

La escena, muy divertida, está rodada en un solo plano desde que entra por la puerta, y juraría que los actores se lo tuvieron que pasar en grande (seguramente repitiendo varias tomas) por la cara de chiste y el tono de voz de López Vázquez cuando acierta a colgar el sombrero. Tras engañar a sus compañeros (con aspecto serio les cuenta que ha pasado la noche meditando el golpe), se citan de nuevo para la reunión más disparatada y surrealista: El plano lo tiene al revés; Martínez le pide el coche de juguete, que utiliza para escenificar el golpe, para su hijo; Castrillo sugiere que el dinero robado se ingrese en un banco; Enriqueta y Benítez quieren ya un adelanto; el propio Galindo no se aclara con las calles.
Llega el día señalado, martes, 13 de diciembre, y aparecen enseguida los problemas. La mujer del conserje está de parto y él sugiere retrasar el atraco. "¿Pero qué te has creído? Un atraco es una cosa muy seria. No se puede tener un hijo en estos momentos, es una barbaridad". Doña Vicenta acude, pero esta vez no es para ingresar, sino para sacar 400.000 pesetas porque quiere comprarse un piso. "¡Un piso! ¡Un piso! En eso se gastan ustedes el dinero. ¡Unos cuantos ladrillos, un poco de cemento y tres tabiques! Y una hipoteca que dura veinte años".  Galindo tiene que hacer malabares dialécticos para echarla del banco, con la excusa de que el palito de la 't' en la firma no es suyo. Al resto de indignados clientes, que también quieren sacar dinero, los mantiene a raya, imperturbable, con todo tipo de excusas peregrinas.
Cuando llegan los veinte millones, Galindo y Cordero se las ingenian para perder el tiempo contando una y otra vez todos los billetes, ante la desesperación del director, que sólo quiere meterlos enseguida en la caja fuerte. Mientras, los tres atracadores esperan en el punto A con un coche que no arranca y los relojes sin sincronizar. El tiempo pasa y no llegan. Desesperados e inquietos, Enriqueta, Galindo y Cordero sólo miran cómo se mueven las agujas del reloj lentamente.
A los cinco minutos de la hora señalada entran tres atracadores, muy profesionales, aunque nuestro personaje no puede evitar hacerles un reproche. "Sois una calamidad, ¿eh? Tarde y con pañuelitos. ¿Y las medias? ¿Qué habéis hecho con las medias?". Galindo se queda maravillado ante el enérgico y brutal comportamiento de los que cree sus compañeros, pero pronto advierte que algo va mal. La angustia al comprobar que otros ladrones les están robando lo que ellos ambicionaban puede más que el miedo y los tres se encaran con esos profesionales. Una hora más tarde llegan Martínez, Benítez y Castrillo y entre todos consiguen reducirlos.
Los empleados, excepto don Prudencio, que ha quedado como un cobarde, reciben una recompensa. Todo vuelve a la normalidad, porque el antiguo director ha recuperado su cargo. El único inconformista sigue siendo Galindo, que no está dispuesto a renunciar a su sueño. Cuando los demás se burlan de él y rechazan sus futuros planes, nuestro personaje lo tiene muy claro: "¡Aficionados! ¡Que sois unos aficionados!".

La película
- Pedro Masó, productor y guionista de la película, reveló que escribió la historia en nueve noches de inspiración. Vicente Coello y Rafael J. Salvia completaron y mejoraron el guión. Se estrenó el 10 de diciembre de 1962 en Madrid y costó casi 5 millones de pesetas.
- La película toma como referencia dos éxitos del cine francés ("Rififí", 1955) y del cine italiano ("Rufufú", 1958), dirigidos respectivamente por Jules Dassin y Mario Monicelli, y que gozaron de popularidad en España. Años más tarde, Mariano Ozores tomó como ejemplo la película de Forqué para realizar "Todos al suelo" (1982). En 2003, Raúl Marchand dirigió "Atraco a las tres y media", un remake adaptado a los nuevos tiempos y producido también por Pedro Masó. Iñaki Miramón interpretó a Galindo.
- En la película se juntaron cuatro voces muy características: Gracita Morales, Manuel Alexandre, Manuel Díaz González y el propio López Vázquez, intérpretes de teatro y de cine que en su juventud añadieron efectos a su forma de hablar, principalmente cómicos, para ser más reconocibles.
- Fue López Vázquez quien se inventó esa frase ("Fernando Galindo, un admirador, un amigo...") tan afortunada que utiliza cuando se encuentra con Katia Loritz.
- "Atraco a las tres" suele estar casi siempre en las listas de las mejores películas españolas de todos los tiempos.
- Alfredo Landa, que sólo había hecho de extra en el cine años atrás, debutó como actor en esta película. En sus memorias cuenta que su primer encuentro con el director aragonés fue desalentador. Forqué le dijo: "Siéntate, pon cara de susto y después vete a casa".
José María Forqué.
- "¡Aficionados, que sois todos unos aficionados!", la frase que cierra la película, se convirtió en un latiguillo muy popular que aún se cita actualmente. Otro diálogo que traspasó la pantalla para adaptarse a la realidad (en un país muy dado a los piropos) es el que mantiene el personaje de Manuel Alexandre con una mujer con la que se cruza por la noche en la calle: "Estoy disponible, guapa", le suelta él; y ella replica: "No me extraña nada, joven".
- Galindo, como se llama nuestro personaje, es el segundo apellido del director aragonés, nacido en Zaragoza en 1923.
- En el año 2002 se produjo el estreno de la versión teatral, que contó con la presencia simbólica de Manuel Alexandre (Benítez), que esta vez encarnó el papel del director que en la película había encarnado José Orjas.