sábado, 6 de noviembre de 2010

Príncipe Fabrizio Salina

(Burt Lancaster, "El Gatopardo")

El príncipe besa a su admirada Angélica, símbolo de la juventud inalcanzable.

“Nosotros fuimos los leopardos, los leones; los que nos sustituyan serán los chacales y las ovejas; y todos, leopardos, leones, chacales y ovejas, seguirán creyéndose la sal de la tierra”


Cuando
Luchino Visconti anunció que un duro galán de Hollywood iba a interpretar el papel del príncipe Fabrizio Salina, la noticia causó una gran perplejidad en Italia. El protagonista de la novela escrita por Giuseppe Tomassi di Lampedusa es un aristócrata siciliano, así que quien se atreviera con el papel debería ser, si no italiano o europeo, al menos un actor habituado a personajes algo refinados. Burt Lancaster había sido en la pantalla indio, vaquero, malabarista, sargento, boxeador, asesino y predicador, entre otros papeles, pero nunca se había puesto en la piel de alguien tan distinguido.
Hoy en día, sin embargo, nadie concibe otra estampa del príncipe que la elegante y majestuosa de este extraordinario actor. Que años más tarde participara en “Confidencias” (1974, Luchino Visconti) y “Novecento” (1976, Bernardo Bertolucci) confirmó no sólo el acierto del director, sino el perfeccionamiento de un arquetipo de personaje: el autoritario, reflexivo y decadente noble de ese monumento cinematográfico que se llama “El Gatopardo” (“Il Gattopardo”, 1963).
Fabrizio Salina, el patriarca de una ilustre familia siciliana, vive con inquietud las horas decisivas del “Risorgimento” de 1860. Giuseppe Garibaldi y sus mil camisas rojas acaban de desembarcar en Marsala y avanzan hacia Palermo para iniciar la conquista del Reino de las Dos Sicilias. Don Fabrizio intuye que su privilegiado mundo está a punto de hundirse y será su vitalista y descarado sobrino Tancredi (Alain Delon) quien le abra bien los ojos antes de unirse a las tropas de Garibaldi:
“Créeme, tío, si no intervenimos proclamarán la República en un abrir y cerrar de ojos. Si queremos que todo quede como está es preciso que cambie todo”. El noble tomará esa frase como suya para aplicarla a su propio destino.
El príncipe de Salina es un hombre maduro, enérgico y dominante. Desde el principio nos deja bien claro cómo es su carácter: a la hora del rosario exige que todos recen a su lado, incluidos sus criados. Él es quien toma las decisiones que afectan a las propiedades y a la familia, por muy intrascendentes que sean.
Aunque vive según sus normas y su privilegiada posición, es un personaje insatisfecho. En su afán por controlarlo todo, ha anulado la energía de su familia y echa en falta que alguien le transmita un poco de vigor y dinamismo. Le gustaría que sus hijos fueran como su sobrino Tancredi, a quien admira por ser impetuoso y espontáneo. Pero, sobre todo, lo que más extraña es la juventud. El paso del tiempo le está mortificando.
Su relación con el padre Pirrone, el sacerdote de la casa, es la de un amo con un criado; acepta sus reproches sólo hasta un límite, porque su moralidad es cosa suya, no de la Iglesia. Cuando el sacerdote le echa en cara que frecuente a una prostituta de Palermo, él le replica que su esposa siempre hace la señal de la cruz cada vez que la abraza. “Siete hijos he tenido con ella y no le he visto nunca más allá del tobillo”.
Don Fabrizio, la familia, los criados y el sacerdote se refugian en Donnafugata, un pequeño pueblo al sur de Sicilia, para instalarse en el palacio veraniego. La sumisión de los habitantes hacia él es significativa: un desfile y una banda de música salen a recibirlo junto al alcalde y las principales autoridades de la villa. Sin tiempo siquiera para limpiarse el polvo del camino, el príncipe se dirige a la iglesia, donde les han reservado los mejores bancos.

El baile de la lujosa fiesta.

Con nadie mantiene una relación de igual a igual. Aunque no es exactamente despectivo con las personas de otra condición social, sí establece una pose distante con ellas. Por ejemplo, a don Calogero, pese a ser el terrateniente del pueblo, casi le ordena, más que le pide, la mano de su hija Angélica (Claudia Cardinale) para su sobrino Tancredi; a don Ciccio, que le acompaña en la caza, le trata con afecto, pero no duda en encerrarlo con el perro para ocultarlo de la visita de don Calogero.
El príncipe sacrifica los intereses de su hija Concetta, enamorada de Tancredi, para rendir tributo a la belleza y juventud de su sobrino y Angélica, que forman una pareja  ideal ante sus ojos. Su mujer, Stella, lloriquea y se muestra escandalizada ante la perspectiva de una boda entre su sobrino y esa “desvergonzada y pelandusca”, pero él, tras un paciente silencio, explota y le deja bien claro quién manda en casa. “¡Y además en mi casa no quiero oír más lloriqueos! ¡En mi habitación, en mi lecho! ¡Basta ya de “harás y no harás”! ¡Decidiré yo! ¡Se acabó!”. Stella ahoga sus sollozos de golpe y acaricia su rosario.
Al enviado del nuevo gobierno italiano, Chevalley, que llega a su palacio para proponerle el cargo de senador, lo acoge con respeto pero con indiferencia. Fabrizio se muestra absolutamente revelador cuando rechaza la oferta, porque no se sentiría seguro en la política: Le devorarían.

“Soy un exponente de la vieja clase, fatalmente comprometido con el pasado Régimen, al que estoy ligado por vínculos de descendencia y afecto. La mía es una generación desgraciada, a caballo entre dos mundos, sin encajar en ninguno. Y además he perdido por completo las ilusiones”

Fabrizio, ante el simbólico cuadro.
Basta con detenerse un poco en esa conversación con Chevalley para apreciar la grandeza de Burt Lancaster a lo largo de la película. Es una poderosa escena: mientras escucha atentamente la proposición, cierra los ojos y alza sus cejas levemente para hacernos entender que la oferta apenas le satisface; no necesita ningún gesto más; luego expone sus motivos y sólo con su mirada podemos apreciar la melancolía, la ironía, el desencanto y la firmeza de su discurso. Cuando se levanta, camina lentamente y no podemos apartar los ojos de su solemne figura; cruza sus manos a su espalda, las extiende y las choca con gran naturalidad; se detiene ante el fuego de la chimenea, pensativo, vuelve a pasear despacio y se sienta en otra silla casi sin que nos demos cuenta; enciende con elegancia un cigarro y fuma con deleite... Todo ello mientras discurre una elaborada reflexión sobre el carácter de Sicilia, que no de los sicilianos, que su interlocutor apenas comprende.
La lujosa fiesta en el palacio de Ponteleone es como una película aparte, debido a su duración (45 minutos) y resulta absolutamente esencial. El príncipe saluda, sonríe y participa al principio en ese ritual ceremonioso lleno de conversaciones triviales y sin sustancia. De repente se detiene ante un espejo y observa con temor la vejez de su rostro. Parece presentir la muerte. Está angustiado y fuera de sitio. Pasea en solitario por los salones y en uno de ellos, cansado y sudoroso, contempla con preocupación el cuadro “La morte del giusto”. A Fabrizio sólo le reconforta el esplendor de la juventud, un don inalcanzable para él, que ve reflejado en Tancredi y su prometida.
Cuando sale a la calle solo, al alba, alza la vista y siente que la muerte será al fin y al cabo una liberación. Así parece transmitírselo al cielo: "¡Oh, estrella mía! ¿Cuándo podremos tener una cita menos efímera en tu mundo de perenne seguridad?".

Curiosidades
- El éxito de la película en el Festival de Cannes de 1963 le abrió a Visconti las puertas de Hollywood, aunque el pésimo doblaje y los cortes del metraje original perjudicaron la calidad de la obra y el director desautorizó la exhibición. El desastre se solucionó en 1983 con una nueva versión para los países de habla inglesa.
- Burt Lancaster causó una gran impresión a Luchino Visconti desde el principio. El director italiano temía enfrentarse con un divo difícil de manejar e indiferente a la cultura italiana, pero se encontró con un actor entusiasmado y humilde, admirador de su película “Rocco y sus hermanos”. Burt Lancaster llegó una semana antes de tiempo para ambientarse y fue el intérprete al que menos tiempo tuvo que dedicar Visconti durante el rodaje.
- El actor norteamericano se aprendió en latín la oración que recita toda la familia en la escena inicial y la repitió doscientas veces hasta lograr su perfecta fonética. No obstante, el resto de sus diálogos los efectuó en inglés y en la versión local fue doblado al italiano por otro actor.
- Aunque no aparecen como personajes ni Garibaldi ni el conde de Cavour ni otros célebres protagonistas del Risorgimento, la película refleja a la perfección las tensiones históricas del momento. “El Gatopardo” (“El leopardo” sería su traducción más correcta) es una película de contradictorias interpretaciones políticas desde que se estrenó. Para algunos se trata de una lectura muy conservadora de la unificación italiana, mientras que otros aprecian el discurso marxista de Luchino Visconti, de origen aristócrata por cierto. Visconti aclaró, no obstante, que quiso mostrar la “lenta evolución de un mundo condenado” y la desilusión de la Sicilia popular que creía obtener pan, libertad y tierra, cuando realmente todo siguió igual: “Los más ricos perdieron algo en favor de algunos burgueses avispados, mientras que la plebe sigue esperando pan y libertad”.

1 comentario:

  1. Absolutamente vigente y aplicable en la actualidad, al menos en México: "Es necesario que todo cambie, para que todo siga igual".
    Así ha sido, tanto con el
    inane triunfo panista
    en el 2000, como, al parecer, con el ascenso convenido, pactado y desilusionador de López Obrador... Así parece, en julio de 2019.

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