miércoles, 22 de diciembre de 2010

Paulina Escobar

(Sigourney Weaver, "La muerte y la doncella")

Sigourney Weaver, hermosa y sugerente.

Sigourney Weaver
es una actriz fuera de lo común. Empezó en el cine a los 28 años, con un corto papel en "Annie Hall" (1977, Woody Allen). Alcanzó la fama mundial como oficial de una misión espacial (la teniente Ripley) en la película de terror "Alien, el octavo pasajero" (1979, Ridley Scott), que se convirtió en una fructífera saga, así como en una comedia fantástica, "Los cazafantasmas" (1984, Ivan Reitman), que resultó otro gran éxito de taquilla. Mide más de 1,80, posee un atractivo perenne y una sonrisa que te desarma. Es una mujer culta, comprometida, activista en pro de los Derechos Humanos y, sobre todo, una actriz capaz de convertir un buen papel en un personaje extraordinario. Lo malo es que los guionistas y los directores no siempre se han percatado de su potencial y de su talento.
En 1994 se puso en la piel y en la mente de Paulina Escobar, una mujer a quien el destino le ofrece la posibilidad de vengarse del hombre que la torturó durante la dictadura en un país sudamericano (Chile, Argentina, Brasil o cualquier otro). En "La muerte y la doncella" ("Death and the maiden", Roman Polanski), uno intuye que el papel de Paulina lo escribieron expresamente para ella, pero lo cierto es que la misma sensación podemos tener ante la Helen Hudson de "Copycat" o la Dian Fossey de "Gorilas en la niebla".
Paulina es un ser atormentado por los recuerdos de abril de 1977, fecha en que fue secuestrada, recluida durante semanas, torturada y violada. Su mente y su cuerpo fueron ultrajados sin compasión para que confesara las actividades clandestinas de su novio, Gerardo Escobar (Stuart Wilson), redactor jefe del periódico Liberación y uno de los líderes de la Resistencia contra la dictadura. No lo consiguieron.
Aquella joven estudiante universitaria soportó un durísimo castigo y regresó destrozada al lado de Gerardo, justo para descubrir a éste en la cama con una mujer. Otra tortura mental más que añadir. Con el tiempo ambos se casaron y, quince años después de aquellos sucesos, él tiene ante sí un envidiable futuro político en la recién instaurada democracia.
A su esposa le han quedado secuelas emocionales muy fuertes. Parece estar en continuo estado de alerta; apenas sonríe y cuando lo hace su mueca es fugaz y nerviosa. Se sobresalta ante cualquier ruido inesperado, vive intranquila y sigue sintiendo miedo. Puede ser cínica y sarcástica, pero sobre todo es una mujer terriblemente sincera; no soporta la mentira ni las actitudes falsas. De su marido, que muestra un acusado complejo de culpabilidad por lo que le ocurrió a ella, busca siempre la verdad.

Paulina prepara la casa ante la amenaza de la tormenta.

Mientras espera la llegada de Gerardo, sola en una casa de campo aislada y bajo una fuerte tormenta, se entera por la radio de que él va a ser nombrado presidente de la comisión de Derechos Humanos contra los actos de la dictadura. Su marido llega al cabo de un rato en el coche de un desconocido que le ha acercado por la avería de su vehículo. Tras servirle la cena, le recrimina que haya aceptado un cargo testimonial, ya que está convencida de que no va a ir a fondo contra los crímenes del régimen.
    
- Has dicho al presidente que sí.
- Sí, lo siento.
- ¡Maldita sea, no digas lo siento! ¿Crees que puedes salvarlo siempre todo con esas dos jodidas palabras? Si de verdad lo sintieras le hubieras dicho no. Hubieras dicho no a ese encubrimiento; hubieras dicho: “¡No, señor presidente, no quiero dignificar semejante traición!”.
 
Paulina desconfía de las intenciones del nuevo Gobierno democrático y de la actitud de su marido, a quien conoce perfectamente. No es un hombre valiente, decidido, impulsivo ni entusiasta. Él fue un líder de la Resistencia pero no conoció la barbarie de la dictadura. Va a presidir una comisión sin haber probado en sus carnes la dureza de sus verdugos.
La película da un giro dramático cuando llega de nuevo en su coche el hombre que ha ayudado a Gerardo. Es el doctor Roberto Miranda (Ben Kingsley), que trae la rueda pinchada que se dejó en su maletero. Paulina, oculta tras una puerta, empieza a preguntarse cuándo ha oído antes esa voz. De repente reacciona con una risa ahogada y nerviosa que parece un sollozo. Es como si estuviera escuchando la voz de un fantasma lejano y terrorífico.
Mientras ellos hablan, Paulina empieza a preparar con rapidez una maleta -como seguramente hizo muchas veces en los tiempos duros de la dictadura- se marcha de casa, se monta en el coche del desconocido y se escapa ante la sorpresa de los dos hombres. Dentro del vehículo descubre como una revelación fatal una cinta de cassette de "La muerte y la doncella", de Franz Schubert. Tras lanzar el coche por un acantilado, regresa andando.
Los dos hombres se han emborrachado tras el estupor inicial. Miranda, que ha elogiado la capacidad política de Gerardo, se ha quedado dormido en el sofá del salón. Ella se descalza y entra con sigilo; en su mano lleva una pistola; se acerca hasta él, le mira detenidamente y luego huele su cuerpo: cuando se despierta le golpea con fuerza hasta que se desvanece. Luego le ata las manos a la espalda, le sienta en una silla y le sujeta los pies a las patas. Para evitar que grite le mete sus bragas en la boca y le cubre con cinta aislante.
No es una larga escena. En realidad, todo lo que ha hecho Paulina es como si lo hubiera ensayado durante mucho tiempo. Acaba de secuestrar al hombre que le mortificó durante días en su tortuoso cautiverio hace quince años. Nunca le había visto la cara, pero le resultan terroríficamente familiares su tono de voz y su olor corporal. Ella es ahora su verdugo y le golpea e insulta con dureza cuando empieza a gimotear.

Paulina, con su antiguo verdugo, Roberto Miranda.

El ansia de venganza se entremezcla con sus emociones. Por eso se echa a llorar cuando se pone encima suyo y le recuerda cómo era hace unos años. "Lo que más me ha afectado es encontrar esto en su coche. Vamos a escucharla para recordar viejos tiempos". Paulina está llorando, de nuevo aterrada, al escuchar "La muerte y la doncella", la música que ese hombre le ponía cada vez que la violaba.

- ¿Sabe cuánto hacía que no escuchaba este cuarteto? Si lo ponen en la radio la apago. Una vez tuve que salir corriendo de una cena para no oírlo. Escucharlo me ponía enferma, físicamente enferma. Pero ya es hora de que recupere a mi Schubert, a mi compositor favorito.

La música ha despertado a Gerardo, que se queda asombrado ante la escena. No es un hombre de acción, precisamente, sino más bien moderado y conciliador, virtudes que su esposa reprueba, pero que le pueden llevar a ser futuro ministro del Gobierno. Paulina ha decidido mantener a raya también a su marido porque no se fía de él. Tiene indefenso a Miranda, su antiguo verdugo, y en su contra a Gerardo, un hombre que cree en la democracia, en la reconciliación, en hacer tabla rasa del pasado. Pero ella, no. Para Paulina, el tipo que está atado y amordazado es el único criminal; y ella tiene la pistola y grandes deseos de venganza.


- Aunque sea culpable no puedes torturarle así.
- ¿Torturarle? Diriges la comisión del presidente y a esto llamas tortura. ¡Qué poco sabes de lo que te incumbe.

Desde el principio intuimos, no obstante, que Paulina busca más la verdad que la venganza. Quiere oír una confesión íntegra de Miranda, quiere saber por qué la violó hasta catorce veces, por qué al principio parecía un doctor de dulces palabras y delicadas atenciones para convertirse luego en un ángel de la muerte, más cruel que los brutales sicarios que le apalizaban. Le acusa, en definitiva, de supervisar, aprobar y participar en la tortura mental y física que sufrió durante dos meses.

Paulina es irónica, dura y mordaz con ambos, está dispuesta a aceptar que su verdugo se someta a una especie de juicio y pretende grabar todo lo que diga para utilizarlo en caso de que aquel hombre, una vez libre, pueda atentar contra ellos. Pero antes Gerardo quiere saber por qué nunca le dijo que había sido violada. A ella le vuelve a sonar muy falso y le reprocha que, si tan experto es en la lucha contra la dictadura, ya debería saber lo que les ocurría a las mujeres que caían en manos del ejército.
Su relato de los hechos resulta conmovedor. Paulina le cuenta por primera vez los detalles de su suplicio y lo hace al principio con una pasmosa tranquilidad, hasta que las lágrimas aparecen poco a poco y su voz se va quebrando conforme llega a los momentos más duros. "¡Dios, qué dolor! Era como fuego. Yo me puse a gritar, grité tan fuerte como cuando me aplicaban la corriente, pero él no se detuvo, ¡no se detuvo!".
Ella escandaliza a su marido cuando le revela que primero pretendía violar a Miranda para que supiera qué se siente y que llegó a plantearse pedirle a él que lo sodomizara. Ahora lo que quiere es arrancarle una confesión.

Paulina conduce a Miranda al acantilado.

- ¿Y qué pasaría si fuera inocente?
- Si fuera inocente estaría realmente jodido.
Cuando vuelven dentro, Paulina no cede ni un ápice en el control de la situación, pese a que la luz vuelve de forma inesperada y se produce un momento de pánico al dispararse su pistola. Suena el teléfono; es el propio presidente del país, que avisa a Gerardo de que dos policías acuden para protegerle, ya que al conocerse por una filtración que va a presidir la comisión de Derechos Humanos han recibido las primeras amenazas de muerte. Queda poco tiempo para la confesión y los dos hombres, uno como acusado y otro como abogado, preparan el simulacro de juicio.

- Tu mujer necesita una terapia.
- Tú eres su terapia.

Paulina vigila desde fuera, pero aún le queda una pregunta que le atormenta: cuando fue liberada regresó a casa de su novio y se lo encontró en la cama con otra mujer. Es una noche para liberarse de todos los temores y de todo aquello que le ha atenazado durante años. Gerardo le confiesa lo que necesita escuchar, incluso que él no hubiera aguantado las torturas ni un solo día.
La declaración de Miranda es deliberadamente falsa y fingida con el fin de que parezca inocente. Ella se da cuenta enseguida ("Esto no es una confesión, es una carta de recomendación") y se harta de esa farsa. Ahora está dispuesta a matarle. De repente, el doctor se libera, le arrebata el arma y se apodera de la situación durante unos instantes, justo hasta que vuelve la luz y el marido le golpea. A Miranda aún le queda una esperanza: llamar a un teléfono de Barcelona, donde una mujer puede atestiguar que en abril de 1977 él se encontraba en España.
Gerardo consigue contactar con esa mujer y le confirma lo que le ha contado Miranda, pero Paulina no traga: ella no va a presidir la comisión de Derechos Humanos, pero sabe que se trata de una tapadera preparada por los militares para proporcionar coartadas a los criminales de la dictadura. La suerte de Roberto Miranda está echada, han llegado al acantilado por donde cayó su vehículo.

- Míreme. Hay suficiente luz para que pueda verme. ¿De verdad no me conoce? ¿No me contó sus sucios pensamientos? ¿No me contó sus secretos?

Él empieza a confesar tranquilamente, resignado a morir, con una sinceridad apabullante. La escena es magnífica; el momento resulta impactante más por cómo lo cuenta que por las revelaciones en sí. Gerardo se abalanza contra él con intención de tirarle, pero no puede hacerlo. Ella, que se ha apartado tranquilamente, satisfecha, ni siquiera se ha movido para detenerlo porque sabe perfectamente que su marido no se atreverá a matarlo. Roberto Miranda se queda solo y libre, al borde del precipio.
La película ha sido un largo flash-back. Han pasado varios meses y Gerardo y Paulina asisten a un concierto. En el escenario, un cuarteto de cuerda interpreta "La muerte y la doncella". Ella sigue estando tensa y parece asustada; eleva su vista hacia los palcos del teatro y ahí está, con su familia, Roberto Miranda, que le devuelve la mirada casi con añoranza. Da la impresión de que Paulina sigue siendo una eterna víctima.

La película
- Roman Polanski adaptó para el cine la obra teatral de Ariel Dorfman, que había escrito "La muerte y la doncella" en 1991 y que fue coguionista del film, junto con Rafael Yglesias. Lógicamente, algunas situaciones cambian respecto a la pieza escénica, que en Broadway interpretaron Richard Dreyfuss (Gerardo), Gene Hackman (Miranda) y la excelente Glen Close, bajo la dirección de Mike Nichols.
- Una de las diferencias principales es que la acción en la película se desarrolla sólo a lo largo de una noche. Polanski rodó en orden cronológico, excepto la escena final del acantilado, que tuvo que filmarla al amanecer.
- El rodaje del film se desarrolló en Chile, en Francia y en las localidades gallegas de Meirás, El Ferrol y Valdoviño.
- Polanski revivió con esta gran película la experiencia de "El cuchillo en el agua" (1962), un film que comparte la misma atmósfera claustrofóbica y un reparto de tres personajes.
- Como ocurre en la versión teatral, no hay ninguna alusión a ningún país concreto, pese a que Dorfman vivió en Chile durante muchos años. En la película se alude a los "escuadrones de la muerte", propios de la dictadura brasileña, pero también se puede interpretar alguna referencia de Argentina.
- El film obtuvo generosas criticas con todo merecimiento. Pocos cineastas como Polanski podrían reflejar la enfermiza atmósfera, cargada de tensión y electricidad, como ocurre en esta película. Además de la magnífica actuación de Sigourney Weaver, Ben Kingsley está soberbio y Stuart Wilson, con un personaje de menor carga emocional, completa perfectamente el ajustado reparto.



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